Sunday, January 9, 2011

De Princesas y Alienígenas

Negarme una y otra vez la adicción colectiva al chisme impreso o el rating de la “telebasura”, no hacen que desaparezcan, por el contrario, desde que me declaré enemigo de este tipo de “prensa”, pareciera que lejos de mermar, su influencia crece a buen paso.
Por estos días, incluso para los que nos empeñamos en no enterarnos de las vidas de otros, resulta inevitable escuchar por accidente o toparse con algún titular que reseñe detalles de los preparativos de la boda entre el príncipe William de Inglaterra y Kate Middleton. Los pormenores de la atractiva parejita inglesa son devorados ávidamente por miles de millones en todo el mundo, y yo vuelvo a preguntarme, ¿qué relevancia puede tener esta mariquera, por el amor de Dios?
Al hacerme la pregunta en Twitter de inmediato obtuve respuestas, algunas admitían que era irrelevante la noticia, pero conocían todos los detalles, otras, más agresivas, me señalaban que se trataba de la boda del segundo en línea para ser rey de Inglaterra, cosa que me continuaba pareciendo una zoquetada, hasta una incluso me respondió molesta que si yo lo que pensaba que era trascendente era yo mismo y mis obritas de teatro. La verdad, tendría que reconocerle a la molesta chica que sí, en mi caso, llámenme egocéntrico, me parece mucho más importante y trascendente mi trabajo que la boda del un príncipe heredero de no sé qué y su novia bobalicona del otro lado del Atlántico. Pero evidentemente estoy equivocado. La cosa tiene trascendencia, especialmente para ustedes las mujeres, aunque las razones eludan la sensatez y el sentido común.
Intentando comprenderlo, volví sobre mis pasos y revisé todo lo que había escrito en torno a las princesas, que no es poco, a ver si daba con la clave. En uno de mis archivos me topé con un recuento que hice hace un tiempo sobre uno de mis viajes a Disney con mi hijo (Disney, claro está, es el campo de estudio perfecto para explorar el tema de las princesas). A la salida de la atracción dedicada a la película “Men in Black”, mi hijo, de entonces seis años, me rogó que le comprara una pistola láser. Yo traté infructuosamente de convencerlo del sinsentido de la violencia y las armas, hasta que accedí, hipócrita habitual, a comprarle el aparato agobiado por la profusión de mercancías y el poder para exacerbar el consumismo que tiene Disney (siempre se puede encontrar una excusa externa para la falta de coherencia). Al rato, intentando descansar del calor agobiante bajo una mata tan meticulosamente podada que ni el más experto botánico hubiera podido descifrar, mi hijo apuntaba a varias personas y les disparaba su rayo intergaláctico. Le expliqué que eso no se hacía, que no se disparaba contra nadie y que era de mala educación estar apuntando a la gente con rayos, a lo que él replicó que sólo estaba intentando matar alienígenas. A pocos metros, una gringa obesa y su pequeña, también de seis, estaban en lo mismo. La niña iba vestida de cenicienta con peluca y todo, y jugaba eufórica con otras princesas, Blanca Nieves, La Bella y hasta la Sirenita en tierra firme. Me dije, si tuviera una hija en lugar de un varón, no tendría que combatir la violencia genética con la que nacemos los hombres. Y contemplé un buen rato a las hermosas y pasivas princesas correr entre la gente con sus galas, mientras mi hijo continuaba sus asesinatos interplanetarios. Pero claro, como mi mente es como es, lamentablemente me puse a hacerme preguntas. ¿Qué impulsaba a esas niñas a vestirse de aquel modo? ¿Cómo podían soportar el calor infernal bajo sus pelucas de polietileno sólo por verse “bellas”? ¿Qué expectativa de felicidad podía tener una pequeña de la clase media si su sueño era ser princesa?
Cientos de consideraciones me abrumaron de inmediato. Si la visita al parque la hubiera hecho con una niña de seis, hubiera tenido que comprarle el disfraz, y hubiera tenido que explicarle luego que no era verdad, que ella no era una princesa, que no existían los príncipes, que nadie salvo yo vendría a rescatarla de hallarse en problemas y que aunque a mí me lo pareciera, no era ella objetivamente la niña más bonita de la faz de la tierra. Aquellas explicaciones me parecían terribles. Las niñas corrían de un lado a otro inmersas en sus fantasías, y como aún tenía tiempo, las pude imaginar ya grandes y frustradas, enfrentadas a la cruel realidad y a la cadena de sapos vestidos de príncipes que las harían sufrir, soñando con ser Kate Middleton, casarse con William y ocupadísimas en los cientos, miles, un millón de detalles necesarios para planificar con éxito unas nupcias reales que las distraerían de la insoportable realidad.
¿Cómo no les va a parecer relevante la bendita boda?
La princesas de la vida real, con sus esposos y sus títulos, con sus vestidos y sus fiestas, con su anorexia y sus letargos, aunque como las de Disney no tienen en realidad mucho sentido ni propósito, le ofrecen a las sufridas mujeres del mundo, a través de la versión que las revistas hacen de sus vidas, el cuento romántico de carne y hueso que necesitan para mantener la esperanza de ser algún día felices por siempre jamás.
Lamentablemente si miran un poco más allá, estas princesas suelen en realidad tener vidas muy tristes y su mayor cualidad termina siendo la resignación.
Recuerdo que aquella tarde en Disney, después de contemplar el primoroso desfile de las princesas, me dije: “¡Menos mal que mi hijo sólo quiere recurrir a la violencia y matar alienígenas!”.

2 comments:

  1. Jajaja que buen post, cruda realidad. La vida de princesa al estilo Disney es falsa incluso para la realeza misma.

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  2. Jajajaja soy mujer y detesto cuando me llaman reina!

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