“You were born this way, baby”. Lady Gaga
En 1965, cuando su hijo Kirk tenía apenas 5 años, Kaytee Murphy vio a un psiquiatra en un programa de televisión hablando sobre el desorden de identidad de género en los niños y cómo era posible, si su hijo sufría del “síndrome del niño afeminado”, someterlo a tratamiento y “curarlo” de su potencial homosexualidad. En el programa, el experto ofrecía una lista de 10 características, si el pequeño tenía al menos 5 de ellas era “oficial” que el niño sufría del síndrome y muy probablemente terminaría siendo un hombre homosexual.
Para entonces, cómo lo es en algunos círculos aún hoy en día, se señalaba a la madre como la única responsable de la “enfermedad mental” de la “homosexualidad” de sus hijos varones. De allí que Kaytee, sintiéndose enormemente culpable del comportamiento de su hijo, buscara desesperadamente ayuda para remediar sus “errores”.
A esa edad, cuando los niños juegan desprejuiciados sin pensar siquiera en lo que está bien o mal, en lo que se debe o no, en esa etapa en la que nada de lo que se hace tiene grado alguno de malicia y es la inocencia la protagonista de la diversión, Kirk, en lugar de jugar con una Barbie como hubiera preferido instintivamente, comenzó a ser tratado con una terapia experimental bajo la tutela del psicólogo George Rekers.
Rekers, quien además de psicólogo es ministro ordenado de la Iglesia Bautista (asunto que traeré a colación más adelante), le aseguró a la incauta madre que de Kirk cumplir con su tratamiento erradicaría de su conducta el elemento femenino y crecería para ser un hombre heterosexual “normal”. Y Kaytee encontró en él el camino de la expiación de sus culpas y tal vez la solución a la vida de su adorado pequeño. No fue así, sin embargo. No fue así en lo absoluto.
Cuando el tema de los hijos homosexuales salió a colación en uno de mis programas de radio mientras conversaba con mi amiga Cristina Valarino, una irreverente psicóloga, ella dijo sin mucho aspaviento, “Señora, si a su hijo le gusta jugar con muñecas, es muy probable que sea gay. Asúmalo cuanto antes y déle las herramientas para ser un hombre feliz… y gay”. Su declaración la hizo blanco de un sinfín de llamadas, insultos y descalificaciones de todo tipo. Pero yo, que suelo ponerme siempre del lado del que recibe la pedrada, estuve de acuerdo con ella.
No obstante, el tono desesperado de las madres que llamaban al programa pidiendo la solución para sus hijos “afeminados” me produjo una enorme inquietud. Tal como Kaytee, la mayoría de esas mujeres se sentía inmensamente responsable de que sus hijos varones se comportaran como niñas y estarían, como lo estuvo Kaytee, dispuestas a cualquier cosa, cualquier alternativa o terapia para remediarlo.
Y cómo no comprenderlas, si es algo habitual ver a nuestros amigos con hijos pequeños plegarse al diagnóstico de estos “especialistas” y drogar a sus niños creativos sólo porque no prestan atención a temas aburridos en colegios negligentes. Cómo no comprender que una madre esté dispuesta a someter a su hijo a un tratamiento experimental si con él le erradicarán la homosexualidad, que a sus ojos lo hará infeliz, y con ella su “culpa” en el asunto.
El caso es que Kirk estuvo en tratamiento por un buen tiempo. Cada comportamiento femenino que desplegaba era severamente castigado y cada salida de “machito” se premiaba, como si del perrito de Pavlov se tratara. Y así creció, convencido y convenciendo al mundo (al menos de la boca para afuera) de que era un hombre “normal” y curado de esa “abominación” (término favorito de los bautistas).
Pero como nada en la vida es así de simple y todo lo que hacemos tiene sus consecuencias, en el año 2003, luego de una larga agonía interna de la que pocos, si alguno estaban al tanto, Kirk se ahorcó y dio por terminado el terrible y difícil asunto de vivir su propia vida. Kaytee quedó destrozada, como es natural, y recientemente, convencida de que la dolorosa decisión de Kirk fue producto del tortuoso tratamiento de Rekers, decidió hacer pública la historia con la esperanza de que otros niños gay y sus familias no tengan que vivir el mismo horror.
Reker, que ha citado desde los setenta a Kirk como el “experimento exitoso” en sus extensos estudios sobre cómo curar la homosexualidad, lamenta hoy su suicidio pero no se hace responsable. Insiste en que el tratamiento funciona y que la homosexualidad se puede curar.
Ahora bien, a todas las madres que aún preferirían un hijo torturado y aparentemente heterosexual que uno feliz pero gay, les comento que entre las cosas que el psicólogo niega está el haber contratado un trabajador sexual para que viajara con él a Europa, lo desmiente aún cuando fue fotografiado con el guapísimo efebo alquilado a su regreso de su viaje “romántico”. Al parecer, la terapia que él asegura que funciona en otros no ha tenido mayor efecto en la homosexualidad que guarda bajo llave en su propio clóset.
Aún removido por esta terrible historia, y con las voces de angustia de mis radioescuchas aún en la cabeza, recuerdo la afirmación de Cristina y me pregunto una vez más ¿qué tiene de malo que nuestros hijos sean gays? ¿Hasta cuando la tontería? ¿Mandaríamos a nuestros hijos morenos a una terapia para ser blanqueados? ¿Los someteríamos a una tortura para que cambiaran el color de sus ojos o se le alisara el cabello? ¿Van a venirme de nuevo con la cita de la Biblia esa que ustedes nunca se han leído? ¿Vamos a escuchar la opinión de una Iglesia plagada de pederastas respecto al tema? Y es aquí que traigo de nuevo a colación el que Rekers sea ministro Bautista, pues es esa la iglesita diabólica que citando la Biblia acude a los funerales de los soldados americanos y hasta de el Elizabeth Taylor a proclamar que “Dios los tiene ardiendo en el infierno” por homosexuales o por luchar contra el SIDA, como en el caso de Liz.
Creo que en un mundo de especialistas instantáneos con narcisismo galopante es el momento de tener extremo cuidado con los diagnósticos que se hagan a nuestros hijos y con las etiquetas que les coloquemos.
¿No sería mejor, tal como recomendaba Cristina, que tomemos conciencia del tema, aceptemos nosotros la realidad de nuestros hijos y sencillamente les demos las herramientas para sentirse orgullosos de lo que son, para que no sean discriminados por nadie, para que sean, por encima de las etiquetas y los prejuicios, felices?
Esa sí sería una buena y efectiva terapia.
Esto y mucho más en la revista SexoSentido de Agosto.