Saturday, August 27, 2011

La tribu de los estúpidos

Aseguran los expertos que el país (el mundo) está radicalizado. Pero viéndolo bien, más que radicalizado, me parece que el mundo (el país) está “estupidizado”.
Con frecuencia toco en mis escritos el tema de la radicalidad, el fanatismo, el fundamentalismo de cualquier especie, porque no puedo evitar compararlos con plagas que asedian a una humanidad cada día más globalizada pero al parecer cada día más idiota.
Con la misma frecuencia recibo correos y mensajes de odio de estos grupetes que insisten en que yo soy un cómodo que debo tomar una postura y suscribirme a una de estas tribus porque es lo que el país (el mundo) exige en tiempos de confrontación.
La verdad, me parece que en tiempo de confrontación, el mundo (el país) exige un debate, sí, pero desde la razón y el sentido común, que no son nada cómodos ni comunes. Además siempre he sido un individualista y desde pequeño prefiero sacar mis propias conclusiones en lugar de pertenecer a un rebaño y adoptar conclusiones ajenas. Y si analizamos el asunto de la comodidad, nada me parece más cómodo que colocarme la etiqueta en la frente (sea cual sea) y salir histérico a la calle a lanzarle piedras al contrario. De esa manera no tendría que lidiar con mis problemas diarios, con mis errores individuales y no tendría nunca que tomar responsabilidad alguna sobre mi vida y mis desaciertos, pues siempre puedo culpar al otro bando de todo y lavarme cómodamente las manos. Tampoco tendría que trabajar como trabajo, ni idear nuevos proyectos ni construir nada realmente, porque puedo quedarme instalado cómodamente viendo las noticias o leyendo los chismes sobre el enemigo y seguir viviendo enardecido con la adrenalina del odio, cosa que ha sido siempre la norma del hombre primitivo. Concentrarme en el “ataque y la huida”, el nivel de respuesta de conciencia más básico según Deepak Chopra, es efectivamente lo que me parece más cómodo. Pero me van a disculpar, ni me retrato en grupo ni hago lo que me digan otros que haga para caerle bien a nadie, ni ha sido “la comodidad” nunca lo que me motive a la acción.
Es entonces que, racional como soy, me digo “claro, es que llegue tarde a las ideologías, debe ser eso lo que me critican…”, pero de inmediato me respondo: “…si las religiones, según éstos, son el opio de los pueblos, las ideologías son el cristal-meth, y yo, lo confieso, prefiero decirle NO a las drogas”.
Acto seguido, de nuevo guiado por la necesidad de racionalizar el asunto, llámenlo uno de mis defectos de personalidad, reviso con meticulosidad los hechos y los logros de cada tribu, a ver si es cierto que debo suscribirme a una de ellas. Logros, en realidad, lo que se dice logro, es decir, algo construido que me parezca beneficioso, no encuentro por ningún lado. Es allí que entro en acuerdo con los que aseguran que el fanático escucha sólo lo que quiere oír y apuesta siempre a la destrucción, pues es su naturaleza. Y no queda más que concluir que ningún fundamentalismo construye. Nada sostenido en la radicalidad es distinto al odio, y es el asunto entero todo lo contrario al debate racional que siempre me ha parecido la única salida posible para el país (y para el mundo).
De modo que reitero mi postura de hablar menos y hacer más, de construir siempre, de sacar solito mis propias conclusiones y no hacerle a otros lo que no quiero que me hagan a mí.
También concluyo que la radicalidad no es una postura, independientemente de la etiqueta que la corone, es siempre la misma estupidez.

Sunday, August 7, 2011

¿Tolerancia?


Ayer, y justamente en referencia a lo que escribo en este blog, alguien colocó en el twitter una invitación a leerme seguida por una suplica de tolerancia hacia mí, pues si bien, decía el twitt, “no estamos de acuerdo en muchas cosas que dice (que digo yo) aborda temas interesantes”. Debo confesar que la solicitud de tolerancia para conmigo me enardeció y me remitió a otros escenarios similares que en estos tiempos de juicios inmediatos y pedradas instantáneas son tan comunes.
Tolerancia. Me dije en voz alta. La sola palabrita siempre me ha chocado: Uno, desde su cúmulo de privilegios, tolera la existencia de otro. Como bien dice mi amiga Rummie Quintero, mujer transexual y activista por los derechos de su colectivo, yo, la verdad, no quiero que me toleren, ni siquiera me interesa ser aceptado o querido por todo el mundo, sólo respeto es suficiente. La “correctitud” política de la tolerancia, especialmente cuando es de la boca para afuera, oculta tras ella la más hipócrita discriminación.
Recordé entonces que hace un tiempo un compañero me reclamó el por qué no defiendía yo la libertad de expresión, Tú más que nadie tendría que estar allí acompañándonos en la causa. Yo me detuve entonces y observé lo que él llamaba “la causa”. Luego, como suelo hacer antes de reaccionar, pensé. Súbitamente este compañero, que, por poner un ejemplo es un consumado padre irresponsable que ni idea tiene del paradero de sus hijos, se había convertido, en su mente y la de su grupo, por decisión propia, en paladín de mí derecho a expresarme libremente. Volví a pensar mientras intentaba encontrar algo de credibilidad en él. La libertad de expresión NO es negociable y nadie me la puede quitar, eso está claro, es mi derecho, pero dónde quedan los derechos de los hijos de este señor, el derecho a un techo, comida, educación, salud, amor. La libertad no se negocia, pero tampoco lo demás, los derechos humanos vienen en paquete y no es que defiendes uno a cambio de otro, son todos juntos. ¿Con qué moral se puede defender la libertad de expresión, o cualquier otro derecho aislado y fuera de contexto, si ni siquiera se ha sido capaz de defender y velar por los derechos esenciales que les debemos a los niños que hemos gestado? Perdón, pero para ser realmente dignos y tener algo de credibilidad, hay que comenzar por tener un mínimo de coherencia entre lo que decimos defender y lo que en la práctica hacemos.
Le respondí entonces explicándole que, por mi estilo, mi característica “expresiva” y por haber dicho siempre lo que me ha dado la real gana, yo he sufrido de primera mano el cercenamiento de mi libertad de expresión en miles de arenas públicas y privadas. He tenido que torear la censura de leyes “constitucionales” y normativas de empresas privadas para los que mi “estilo” les resulta ofensivo o censurable. Y mi amigo me preguntó entonces por qué no estaba yo en su grupo, luchando por esa causa tan suya y tan loable.
Y ahora resulta, pensé, que para defender la libertad de expresión y el resto de mis derechos debo pronunciarme, manifestarme y decir exactamente lo que él, mi compañero, que respeto pero que nunca nombraría yo líder de ninguna de mis iniciativas, y su grupo de dudosa credibilidad, deciden que es lo correcto, lo necesario. Y si no hago lo que el grupo estima urgente y correcto soy esto o aquello, el diablo encarnado, pues. No me sonaba eso a libertad de expresión en lo absoluto, me sonó mucho más a una suerte de NeoMacarthismo que obliga de manera oportunista y muy poco inteligente a pensar y actuar del mismo modo que “el grupo” para defender “la causa”. Perdón, le dije, pero yo no me inscribo en ninguna línea “única” de pensamiento o acción, nunca me ha gustado pertenecer a ningún rebaño, y aun cuando respeto profundamente toda iniciativa que se lleve a cabo para defender o decir lo que se piensa, aun cuando comparto plenamente la misma idea en esencia, defiendo además mi derecho a pronunciarme y manifestarme de la manera en que yo lo decida, no tú, mucho menos tu grupo. Eso es libertad de expresión, algo que hemos venido ejerciendo mi mujer y yo desde hace muchos años a través de nuestro trabajo, por demás público y comprobable, y en contra de todo tipo de censuras, estatales y privadas. Y en última instancia, le dije para concluir al álgido tema, yo tengo la potestad de decidir en qué grupo me retrato, y tú y tu grupete pueden tolerarlo o no, eso me tiene sin cuidado porque no ha sido la tolerancia nunca algo que haya necesitado o deseado particularmente, pero eso sí, mis decisiones y acciones, te gusten o no, me las respetas, ¡carajo!

Thursday, August 4, 2011

El Espejo Africano

Para entender lo que somos hoy, dicen los expertos, tenemos que revisar lo que fuimos en el pasado, observar con atención nuestros comienzos más primitivos, nuestra historia, el origen de todo, pues no podemos comprendernos si no sabemos de dónde venimos.
Pensaba esto desde mi presumida postura intelectual mientras conversaba incidentalmente con la mamá del mejor amigo de mi hijo, originaria de un país de África en el que las tribus se enfrentan en guerras étnicas y la mujer es ciudadana de segunda. Ella, de notables capacidades y con un cargo de importancia, resultó la interlocutora perfecta el día de la piñata de mi hijo para tocar temas como el feminismo, la evolución de la mujer en la sociedad actual y cómo manejar la difícil coyuntura femenina de ser la jefa de un grupo de hombres entrenados dentro del más puro y primitivo machismo.
Como un capítulo de alguna serie de NatGeo, nuestro recorrido por el primitivo continente se inició cuando otra de las mamás presentes le preguntó a la africana sobre su esposo. Ella respondió que él trabajaba en Europa. La que interrogaba agregó que debía ser muy difícil eso de llevar una relación a distancia y ella, con su inglés con acento subsahariano y una enorme sonrisa de dientes blanquísimos respondió que a sus treintaytantos, estaba ya muy vieja para andar persiguiendo a un hombre y que la distancia, a diferencia de lo que muchos pensaban, podía ser el ingrediente clave para el perfecto funcionamiento de una familia.
El subversivo concepto dio pie a una larga charla sobre las relaciones y nuestros respectivos roles.
No es fácil que una mujer en África ocupe un cargo de poder. Las hay, claro está, pero sin lugar a dudas estas africanas influyentes deben ser mucho más inteligentes y sagaces que su contraparte masculina, deben acumular un currículum muy superior al  de cualquier hombre que ocupe un cargo análogo y naturalmente deben ser amas de casa insignes para no tener caída por algún lado y ser despiadadamente criticadas, explicaba. Sobre esto escuchaba en mi mente la voz del narrador de la serie que diría en perfecto acento neutro de locutor occidental: Sin contar con haber tenido que escapar a la mutilación de clítoris, el SIDA y la hambruna, esas calamidades exóticas que tanto nos horrorizan en occidente.
Lo que la mujer planteaba no me sorprendió, pero el ejemplo de la África primitiva me servía a la perfección para elaborar el análisis: Puede que lo parezca, que seamos más hipócritas y que intentemos igualdades de boca para afuera, síntomas inequívocos de nuestra disfuncional evolución, pero en la realidad la estadística de la mujer occidental, tan valiente y emancipada, no es tan diferente en referencia al colega hombre. La verdad es que las mujeres ganan menos que los hombres que hacen su mismo trabajo, trabajan más en la oficina y, por supuesto, en sus casas, y desarrollan el talento del multitasking para estar pendientes también de las clases de Karate y los disfraces de fin de curso de sus hijos. Y si ocurre que logren puestos de mucho poder y devenguen sueldos muy altos, lo más probable es que no consigan nunca una pareja que les de la talla o un hombre que simplemente se sienta cómodo al lado de una mujer que gana mucho más que él. Es así en África, en Venezuela y en Estados Unidos. A lo mejor será distinto en Dinamarca, pero a nadie le importa realmente la liberación de las danesas.
La gran diferencia, sin embargo, acotaba mi amiga africana elaborando sobre el ejemplo, es que la mujer occidental no sólo debe hacer todo ese trabajo, también se empeña en librar una batalla constante con el hombre para demostrar su poder. Al final, señalaba, es inevitable que queden exhaustas de tanta discusión, tanta lucha y tanto trabajo, y lo peor, sin haber logrado nada realmente.
Medirse con un hombre de tú a tú, lidiar con él y enfrascarse en una guerra de poderes no conduce a ninguna parte, mucho menos puede ser la base de la fracasada “liberación femenina”, proseguía ella y yo en mi mente me la imaginaba debatiendo el concepto con Gloria Steinem. A estas alturas, y considerando lo poco que han logrado a lo largo del tantos años, explicaba la africana, deberían las feministas comenzar por reconocer que cada quién tiene su rol. No somos iguales. Hay cosas que sólo el hombre puede hacer, así como hay aquellas que sólo nos corresponden a nosotras. Cuando en mi trabajo las cosas se ponen demasiado difíciles, bromeaba entonces, aún cuando sé que puedo resolverlas, digo que es cosa de hombres y los dejo hacer su parte. Les doy el poder y el lugar que ellos creen tener (y tienen) y cada quién se siente valioso y eficiente.
Normalmente escucho lo que los hombres tienen que decir, y créanme que en África dicen mucho, y evalúo la propuesta. Si tengo una mejor, pues la expongo. Si no, no tengo problemas en aceptar la propuesta del hombre y alabarla como la mejor. No intento imponer la mía sólo porque soy mujer, tampoco asumo que la de ellos es mejor sólo porque son hombres. Pero en esta validación de la mujer, la clave no es la igualdad, ni siquiera el respeto, mucho menos la lucha, lo verdaderamente crucial es la inteligencia con la que podemos y debemos manejar la situación por encima de los enquistados prejuicios para no hacerlos sentir menos a ellos y hacer prevalecer nuestro punto de vista. No es fácil, pero es posible. Aunque desde luego, agregó para concluir, yo defería ser la embajadora oficial y no lo soy porque soy mujer. En eso tendría que darle la razón a las feministas, no digo que no, por supuesto que estoy discriminada, pero sé escoger mis batallas y al final, una vez tendidos los hechos sobre la mesa, el embajador y todos mis compañeros de despacho, saben quién es realmente la que tiene el poder, aunque no sea del modo oficial.
Escuché atento y convencido de la enseñanza que podía dejar este espejo extraordinario traído del corazón de África en muchas mujeres desarrolladas si pudiera hacer pública su historia, y justo entonces llegó el momento de romper la piñata. Nuestra amiga confesó que no sabía lo que era una piñata y le explicamos entusiastas que se trataba de una linda tradición de fiestas infantiles. En ese momento cruzó tras nosotros mi hijo cargando una enorme Pantera Rosa de cartón. La africana se emocionó y salió al patio junto con el resto para ver de qué iba toda la algarabía.
Guindaron a la Pantera Rosa de una cuerda, la elevaron por encima del grupo de niños y mi hijo, normalmente muy pacífico, se armó con el palo y empezó a darle con todas sus fuerzas. Los niños excitados se turnaban y golpeaban a la Pantera cada vez con más frenesí hasta que la pobre colapso de rodillas. La más pequeña y dulce de las niñas gritaba enajenada “Dale, dale por la pierna, ataca la pierna que la tiene ya fracturada”, mientras otro hermoso pequeño gritaba del otro lado, “Al cuello, atácala por el cuello que es su punto débil, ¡decapítala!!!”. Efectivamente, la Pantera Rosa quedó sin cabeza, desmembrada, un brazo por aquí, la cola más allá, y justo cuando se calmó todo me topé con la cara de la africana. Estaba francamente horrorizada. Yo lo comprendí. Ella pensaría que nosotros, de este lado del mundo, la miramos con la alturita de mentón con la que miran los “evolucionados”, y sin embargo, una “hermosa tradición” infantil era descuartizar con violencia un personaje entrañable.
Ella, especulé, se preguntaría quienes eran los salvajes, los primitivos, los machistas, y comprendería esta inclinación tan occidental a la violencia, no como herramienta para sobrevivir, sino como tradición o deporte. Yo no hubiera sido capaz de responderle. No hubiera podido explicarle por qué lo hacemos.
Miré los restos de la Pantera Rosa esparcidos en el patio y entendí que en realidad somos primitivos de tradiciones salvajes y conducta tribal, aún tras la más sofisticada máscara de desarrollo y mundanidad. Comprendí por qué aún discriminamos a la mujer, por qué nos sentimos mejor mirando a África por encima del hombro y por qué necesitamos tanto a un enemigo para volcar en él nuestro autodesprecio.
Al rato me despedí de mi amiga africana con un apretón de manos y una vergüenza de lo más occidental.