Thursday, May 25, 2017

Si la Comuna 13 de Medellín pudo, Venezuela también.

En estos días aciagos, en los que la insensatez y la confrontación más primitiva saca lo peor de nosotros, tal vez porque soy un sobreviviente o porque en el fondo tengo más fe de la que profeso en la especie, la idea de la reconstrucción me ronda persistentemente. La sola palabra me empuja a pensar en lo que hay más allá de la victoria próxima. Qué pasa cuando la histeria se decanta y la euforia da paso a la tarea concreta. ¿Qué implica eso de reconstruir, un país, una ciudad, una familia, una amistad devastada por el odio? ¿Cómo lo haríamos, nosotros siempre tan adolescentes, tan de que nos resuelvan la cosa, tan de culpar al otro, tan de la superficie? Justamente pensaba en eso un domingo muy temprano llegando a trabajar en el rodaje de una película en Medellín, Colombia. Pasadas las 5 y media de la mañana me bajé de la van en medio de lo que me pareció en primera instancia un barrio como cualquier otro, uno que por muy parecido a Petare no se me hacía nada exótico. Pero si bien es evidente su semejanza con cualquiera de nuestros barrios, estaba llegando a la Comuna 13, y apenas subir el primer peldaño de la primera escalinata, ya supe que no era un barrio cualquiera. 


Entrando, sin miedo alguno a ser asaltado, iphone en mano, lo primero fue toparme con un amabilísimo vendedor de “cremas”, que son frutas picadas en un vaso, congeladas y vendidas como paletas. Me ofreció la más popular, la de mago verde, con limón y sal, y de inmediato me sentí en mi casa, en mi infancia, en un lugar que me recibía franco y sin presunciones. Un poco más allá, la subida a la cima de la Comuna 13 iniciaba con una escalera de 5 tramos, larguísima y eléctrica, sí, como de centro comercial de Miami, funcionando prístina y perfectamente resguardada por lo que parecían boyescauts. Expresé en voz alta lo que todo venezolano diría en ese momento: ¡No me jodas! ¿Esta vaina es real? ¡Qué bolas!, como quien ve el Salto Ángel o Machu Pichu. Y ese fue sólo el comienzo. Las escaleras están flanqueadas por casas varias llenas de flores y grafitis de artistas locales e internacionales (entre ellos @Yorch.Art quien realmente tiene talento y me pidió que lo etiquetara en instagram, vean las fotos). 


Al final de cada tramo hay un descanso temático, en uno venden churros a turistas alemanes, norteamericanos y holandeses (los de ese día, sí, está lleno de turistas del primer mundo que van a ver el barrio y quedan fascinados), en otro está “la esquina de Luis” (como la bautizamos esa mañana la actriz colombiana Maria Cecilia Sáncez y yo) en la que un tocayo, que es ingeniero industrial, prefirió dejar su práctica e instalarse a vender frutas en el “descanso de los amantes”. En el siguiente hay artesanías antioqueñas y perfumes artesanales que vende una hermosa negra de trenzas blancas a quien no atiné a preguntarle el nombre porque estaba muy ocupada con los turistas, y así hasta llegar a la cima, al mirador desde donde se puede ver la comuna entera, bella y enorme, y orgullosa, sobre todo eso. 
Allí rodábamos la escena y no podía dejar de pensar que aquello que acababa de ver (y vivir) es la definición más cercana a la dignidad, esa palabra tan superficialmente usada en redes, tan prostituida por estos días de polarizaciones tribales. 
Entre toma y toma pregunté a los “paisas” del equipo cómo había ocurrido esto, cómo la Comuna 13, de la que venden camisetas y tazas, como si de Universal Studios se tratara. había llegado a ser esto que me tenía impresionado. Ellos, “de una” como dicen aquí, me contaron que justamente esta era la zona mas peligrosa de la Medellín de los 90. Aquí no solo vivían los sicarios del narcotráfico, también la guerrilla, paramilitares y hampa común. Tenían armamento de guerra, fuego antiaéreo y bazucas. Los muertos se contaban por decenas a la semana, si aparecían, porque también habían casas de “pique” donde descuartizaban a los cadáveres de los que nunca aparecieron. Un día hasta tuvieron que intervenir la zona con los famosos “Black Hawks” americanos. ¿Y entonces?, pregunto yo, ¿en qué momento pasó esto? Y hay varias respuestas cuya veracidad no he tenido tiempo de revisar, pero la que más me impresionó y más verdadera me sonó fue la más sencilla: Un día, los habitantes de la Comuna 13, y de todo Medellín, cansados de la violencia y la ilegalidad, decidieron por la vida y por la paz. Lo demás fue una consecuencia de esa decisión. Y ahora lo que una vez fue un infierno de atrocidades inenarrables es hoy una “ciudad sostenible”, un ejemplo de ciudadanía activa, una definición imitable de dignidad. 
Eso me dio una esperanza, a mí que soy un cínico sin fe, porque sí, no es un slogan, no es un hashtag de histeria reactiva en tuíter, es real, existe y es posible. Petare, el nuestro, puede ser en una década algo similar a la Comuna 13 de Medellín. Sólo si sus habitantes, si nosotros, todos, decidimos por la vida y por la paz.