Saturday, April 30, 2011

Thursday, April 28, 2011

Lugares Histéricos


Pasando canales en la televisión norteamericana, me crucé con un concierto de un pequeño llamado Justin Bieber. Al parecer, yo era el único que no sabía de la existencia del niño, muy lindo y talentoso, que cantaba ante miles de fanáticas. Pero no era su talento o belleza prepúber lo que llamó mi atención. En primera fila, un grupo de niñas de 8 o 9 años gritaban y lloraban desesperadas. Se lanzaban unas contra otras y saltaban en un ataque que sin duda terminaría por dejarlas adoloridas, por decir lo menos. Aquella histeria me parecía desproporcionada, considerando que el causante de aquello era apenas un niñato afinado. Pero lo que me resultaba sorprendente, lo que me hizo quedarme en el canal y perseguir el desenlace de los estertores de las niñas fue lo precoz de aquellos arranques. Eran unas nenas de apenas la edad de mi hijo varón, enfrascado serenamente en aquel preciso momento en un infantil e inocente juego de Spiderman.
En la época de Hipócrates, descubrí investigando sobre la histeria, se creía que el útero era un órgano móvil que deambulaba por el cuerpo de la mujer y creaba enfermedades cuando llegaba al pecho. Etimológicamente, histeria viene de una enfermedad del útero que los griegos ampliaron adjetivándola útero ardiente.
Es decir, la histeria, desde su nacimiento, fue asociada a la mujer. Hoy en día sabemos que no es un padecimiento exclusivo de ustedes, pero sin duda son las mujeres las que conforman la gran mayoría de los histéricos del mundo. Algo tendrá entonces que ver la histeria con el género, porque nunca he visto a un varón de 9, de 14, de 22 llorar histérico, tirarse de la ropa y darse golpes en un concierto de Hanna Montana, pensé. Pero para ser del todo justos, si pude apreciar a tres o cuatro caballeros gritando y llorando en primera fila en el concierto de Madonna. Asumo que un toque femenino los impulsaba, tal vez lo hacían principalmente porque querían ser ella y aquello los ponía histéricos sin necesidad de tener un útero ardiente.
Atando cabos, y sin ánimo de recurrir a conceptos del psicoanálisis, que ni me gusta ni me interesa mucho, la verdad, es lógico asociar el “lugar histérico” al tema sexual. A un deseo imposible de gratificación erótica. A un deseo imposible en general, tal vez. Se me ocurrió entonces que cualquiera de nosotros que desee algo, sexual o no, que parezca en un momento imposible de alcanzar podría, ante el obstáculo insalvable, con la sensación de parálisis frente a lo imposible, desarrollar el tono histérico, volver su incapacidad contra otros, buscar culpables, en fin, gritar enardecidos, llorar, mentar madres en el tráfico, maldecir al gobierno o a la pareja que nos hace infelices. Y fue entonces que entendí que el mundo, el de hoy, el nuestro, está habitado por histéricos esenciales.
Si somos honestos, bastaría con vernos en tercera persona con algo de objetividad para darnos cuenta de que muchas de nuestras reacciones del día son irracionales, producto más de nuestras frustraciones y de la sensación de estar atrapados que de la acción hacia la meta. Muchas de nuestras conductas del día son tan insólitas, tan poco útiles y autodestructivas como las de las niñas del concierto.
Entonces, volviendo a las definiciones, no pude evitar preguntarme: ¿Estamos tan insatisfechos? ¿Somos tan infelices? ¿Nos sentimos tan atrapados? ¿Estamos, pues, tan paralizados que no queda otra que reaccionar desde la más flagrante irracionalidad?
Otro dato curioso, y aterrador, es que la histeria era considerada una pandemia, es decir, ninguno de nosotros escapa, la vaina se pega. Y eso, por favor, no hace falta desarrollarlo, basta con echar un vistacito alrededor.
Pero ¿cómo ponerle un parao?
En 1890, durante una “epidemia de histeria”, los médicos encontraron un paliativo interesante: vibradores y consoladores. Las mujeres hacían cola en los consultorios para recibir el tratamiento y salían relajaditas y sin histerias de las sesiones. Pero hoy en día sería muy poco educado y algo machista sugerirle a una mujer histérica que use un consolador, aunque pudiéramos explicarle que nos estamos remitiendo a una antigua médica. ¿Y qué les sugerimos a los hombres histéricos que andan twiteando mensajes de odio y llamando “maricos” al primero que les lleve la contraria? A lo mejor lo mismo.
El caso es que la histeria, lejos de haberse erradicado desde las pandemias de la época victoriana, están en pleno apogeo y sin solución aparente. El mundo sigue regido por la irracionalidad y la frustración del ciudadano promedio es la norma social más respetada.
Por un lado, creo oportuno en primera instancia que todo el que sienta el arranque de histeria, mujer u hombre, revise con honestidad si un vibrador último modelo puede resolverle el problema. Pero por otro, la cosa, me temo, no es tan sencilla de solucionar. Podría uno enrumbarse en resolver sus frustraciones particulares, pero eso es algo tan poco probable en este mundo de histéricos, sí, pero de cobardes también, que tendríamos que buscar otra medida.
Afortunadamente el mundo moderno nos ofrece la oportunidad de drogarnos con algo, no sólo con algo ilegal, no me tome a mal, es muy sencillo, podría usted, de lo más elevada, ir a un psiquiatra para que le recetara una droga de esas que le anula la histeria (y con ella todo lo demás), eso funciona para millones (y es ideal para la industria farmacéutica, si no mire ud. como se multiplican las cadenas de farmacias en Caracas). Podríamos también drogarnos con información, con confrontación inútil o con libros de autoayuda. Eso también es lucrativo y provoca la ilusión de resolvernos algo.
Pero ¿qué hacemos con las niñas de 9 años del concierto de Justin Bieber? A diferencia de lo que piensen algunos “especialistas” no podemos drogarlas. Sumirlas en la información no será efectivo, tampoco podemos incitarlas a la clásica confrontación tribal en la que están inmersos los adultos, y a esas alturas un libro de autoayuda no les resultará interesante.
Yo no puedo evitar verlas como mis hijas. ¿Las hemos lanzado prematuramente a la sexualidad? Peor aún, ¿las hemos arrojado precozmente a ese universo tan nuestro de la insatisfacción crónica y la frustración?
Las preguntas me rondan, me molestan, me quitan el sueño.

Friday, April 8, 2011

¡La vida es un Cabaret!



“¡Aquí la vida es divina, las chicas son divinas, hasta la orquesta es divina!”.

La moral es siempre un tema obligado a visitar cada vez que busquemos propiciar el debate constructivo que nos dé luces sobre el camino a recorrer para llegar a la felicidad.
El cúmulo de normas que nos permite vivir en comunidad y que llaman preceptos morales, son para algunos principios férreos e inviolables establecidos por la tradición. Para otros, sin embargo, son reglas individuales que mutan y evolucionan en la medida que el hombre y la sociedad así lo hacen.
Y he aquí que es inevitable preguntarnos de cuando en cuando qué es lo que es bueno y qué no, qué resulta moralmente aceptable y cuáles acciones se salen del reglamento.
Los tradicionalistas prefieren, desde luego, que no nos preguntemos nada, que sigamos las reglas al pie de la letra, al menos en público, y que si hemos de violarlas, como sucede con tanta frecuencia, lo hagamos con la discreción tradicional. Es decir que de acuerdo a esto, para ellos, lo más importante no es ser bueno, sino parecerlo.
Pero resulta evidente, si analizamos nuestro entorno, que los valores tradicionales, y me disculpan, habrán podido lograr muchas cosas pero nunca la felicidad. De allí que si uno se levanta un día con la osadía de revisar su vida y sus disfunciones clásicas y pretende enmendar el curso y apuntar a la felicidad real, tiene uno que obligatoriamente volverse a ojos de los tradicionales un inmoral, aunque sea momentáneamente.
La subversiva reflexión vino a mi mente mientras ensayaba el proyecto que estreno este mes, el musical “Cabaret”. En la obra, Adrián Delgado interpreta a un joven escritor que llega a Berlín en busca de una historia para su novela y, sobre todo, en busca del ejercicio pleno de su sexualidad. En el Cabaret, es abordado por personajes que cualquiera podría llamar transgresores e inmorales, por decir lo menos, y recibe la recomendación que dio pie a mi análisis: “Estás en el Cabaret, Cliff, aquí nadie va a juzgarte, relájate, aquí puedes ser tú”.
¿Qué harías distinto en tu vida si alguien se acerca a ti y te conmina con tal convicción a ser tú mism@? La invitación es sin duda perturbadora porque nos obliga a hacernos las preguntas tan temidas por los moralistas convencionales.
¿Quiénes somos realmente? ¿Qué queremos hacer y con quién?

“Money, money, money… El dinero hace girar al mundo”

Si esa misma mañana en la que despertamos con el arranque exótico del autoanálisis hiciéramos una lista, digamos, la lista de la felicidad, incluiríamos sin lugar a dudas la salud, el dinero y el amor. Más o menos en ese orden, porque hay que sincerarse, el dinero es un poco menos importante que la salud y un tanto más que el amor.
Supongamos que eres saludable, hay que enfocarse entonces en el delicado segundo punto de la lista.
Parece algo indecente, incluso de mal gusto eso de hablar de dinero. Así nos educaron. Pero cómo podemos tenerlo si nos avergüenza hasta comentarlo. Así como con el sexo, hay que tenerlo claro, lo queremos, y mucho, así que salgamos de ese clóset. En este punto nos acusarán de fatuos y materialistas, y no nos quedará otra alternativa que asumir que en efecto lo somos o escondernos tras la manida frasecita de que el dinero no da la felicidad. Decide tú y sé sincero contigo mism@ respecto al dinero. Ahora tenlo o pela bolas y sigue siendo el dignísimo hipócrita de siempre.

“Todos quieren al que gana, nadie me quiso a mí, niña linda, niña buena, ojalá fuera así, quizá ahora tenga suerte y no me duela el amor…”

Sally Bowles canta esta frase conmovida cuando Cliff le confiesa que la quiere así, tal como es, incluso embarazada de alguien que ni ella misma sabe quién es. Esa muestra de amor es algo que no muchas mujeres pueden tolerar. ¿Cómo van a quererte siendo tú misma, sin ocultar tus monumentales defectos, a pesar de ellos o incluso gracias a ellos? No es fácil comprenderlo y si estás presa de la tradición que te ha etiquetado como una mala mujer, te resultará inaceptable. En este punto, si eres una mujer que acata la moral y las buenas costumbres aunque sea de la boca para afuera, encontrarás la manera de sabotearte también el amor. Si te eres sincera lo habrás hecho más de una vez. Sería interesante que llegado este punto en nuestras vidas tuviéramos el valor de aceptar nuestras fallas y querernos por encima y gracias a ellas.

“La vida es un cabaret”

Queda entonces preguntarnos si estos personajes del Cabaret, que aplican su moral particular y que ni juzgan ni son juzgados por nadie, son felices.
Supongo que habrá algunos que sí y otros que serán, como en cualquier otra parte, víctimas ya no de la moral social sino de la propia. Nunca hay que subestimar el instinto autodestructivo del hombre.
No es un asunto fácil esto de la moral, pero tal vez podríamos pecar de triviales y llevarlo a una práctica concreta a ver si por fin la entendemos y empezamos a ejercerla sin tregua: No le hagas a otros lo que no quisieras que te hicieran a ti. Así de simple. Poder aplicar esta norma en la vida cotidiana no sería fácil, pero sería un buen comienzo.

Yo por lo pronto me anoto en eso de no juzgar sino a los jueces, y de vivir y dejar vivir.

“¡Willkomen, Bienvenue, Welcome… al Cabaret!”

Monday, April 4, 2011

El Gato (SexoSentido · Abril)


Hace un tiempo, a raíz de las manifestaciones en defensa del los derechos de un tigre albino, escribí un artículo que me valió los mensajes de odio más enardecidos que he recibido en mi vida (y miren que he recibido) por parte de algunos activistas por los derechos de los animales. Evidentemente, sumergidos en un fanatismo que probablemente los evade de sus propias vidas y problemas, no entendieron ellos entonces lo que expresaba yo en mi escrito (los fanáticos de cualquier cosa nunca podrán leerme sin odiarme, eso lo sé).
Traigo esto a colación ahora, porque mi hijo, desde que nos mudamos esta temporada a Nueva York, quiso adoptar un gato. A mí, debo advertir de antemano, me gustan mucho los animales, de modo que accedí al deseo de mi hijo y recorrimos todos los lugares que destina la ciudad a ese fin. Después de una larga búsqueda, por fin dimos con el gato ideal. Al explicarle al encargado (un voluntario por los derechos de los gatos de Manhattan) que queríamos adoptar al felino, el tipo, al que debo acotar le faltaban tres dientes, me miró condescendiente y me explicó los pasos del trámite. Debíamos llenar tres planillas, debían ellos entrevistar a todos los miembros de la familia y por último tenían que hacernos una inspección de nuestra casa. Una vez cumplidos los requisitos, evaluarían la solicitud y nos informarían de la decisión. Vaya, vaya, pensé, pero no dije nada (debo reconocer que siento algo de temor ante sujetos que van por la vida sin dientes). Los pasos se llevaron a cabo, compramos los mil y un aditamentos para que el gatito se sintiera cómodo y el personaje y su acompañante (de igual aspecto) visitaron nuestra casa (momento durante el cual me parecía escuchar el acorde tenebroso del remake de Scorsese de “Cape Fear”). Esperamos los días estipulados y por fin llegó la decisión: La solicitud fue negada. Nunca dijeron por qué, y la verdad, tampoco me atreví a preguntar. Pero como no acepto un no por respuesta, mucho menos cuando está precedido de tanta ridiculez irracional, Mimi, mi hijo y yo iniciamos una espléndida excursión al Bronx. Allí, como ya sabía yo, encontramos un montón de primorosos gatitos callejeros. Mi hijo escogió al que quiso, lo llevamos al veterinario y hoy podemos decir orgullosos que Garfield es parte de nuestra familia sin mayor complicación y sin tanta mariquera.
También hoy vuelvo a decir lo mismo que dije hace un tiempo y que tanto revuelo causó entre los radicales amantes de los animales. En primer lugar, repito, creo que todas las criaturas tienen derecho a vivir libres y a ser tratados con cariño. Aclarado este punto y considerando que en nuestro país hay cientos de miles de niños que viven en la calle y cuyos derechos humanos son violados a diario, ver la ridiculez con la que se trata la adopción de un gato me parece, por decir lo menos, ofensivo. Por último, no puedo aceptar las normativas para la defensa de los derechos de un felino que me impone un sujeto que ni siquiera es capaz de ir a un dentista. No puede haber activismo por un gato, por el medio ambiente, por la libertad o los derechos humanos si no comenzamos por nosotros mismos. A todos los activistas, mis respetos, pero por favor, seamos serios. Antes de salir a marchar, imponer normas o evaluar la capacidad de alguien para cuidar un gato, qué tal si evaluamos nuestras propias capacidades para cuidar de nosotros mismos. Antes de hacer el ridículo supervisando hogares para un gato de la calle, qué tal si dedicamos un minuto de todo ese tiempo en defender los derechos del niño que tenemos al lado. Y, por favor, antes de sonreír con superioridad, creyéndose más que los demás porque hacen activismo voluntario, señores, mírense al espejo.

Saturday, April 2, 2011

Perra de clóset



Mi amiga C es extraordinaria. 90-60-90, bella y talentosa. Mantiene a su mamá y colabora con sus hermanos. Exitosa en su trabajo, simpática y solidaria con causas benéficas. Es divorciada y hace un año y tres meses que no “hace el amor”. Según C, porque no ha encontrado al hombre que esté a la altura de sus expectativas. Es natural, respondo, no es fácil estar a la altura de una mujer como tú. De hecho, no es fácil estar a la altura de ninguna mujer, pues creo firmemente que la expectativa femenina es imposible de satisfacer. La mujer, le explico, quiere necesitar, nunca encontrar realmente, sino ir por la vida necesitando, queriendo, así, en gerundio. El hombre no. Si uno de nosotros desea algo, va por ello. Si queremos una camisa blanca, entremos en la tienda, subimos al tercer piso, vemos la camisa, preguntamos talla y precio y pagamos. La mujer va por la camisa, entra y recorre el primer piso de la tienda por departamentos “para ver otras cositas” que puede necesitar y que estén en oferta, se detiene aquí y allá, en un cuaderno de notas, una engrapadora que nunca ha tenido y que súbitamente le es indispensable, y pare usted de contar. Finalmente, ya bien entrada la noche, justo antes que anuncien por los parlantes que la tienda cerrará sus puertas, llega a tercer piso. Allí ve la camisa. Pregunta precios, analiza los cuellos y el entalle, se prueba varias, se las vuelve a probar, y por fin se lleva una (que suele ser la más cara). Al llegar a casa, se da cuenta que debe volver a la tienda al día siguiente a que se la cambien porque no le sirve ni le combina con nada. Igual con los hombres. Y es que una vez que encuentran algo, le bastarán unos meses, días, horas, para darse cuenta de que no era lo que ella esperaba. De allí esa decepción crónica tan mujeril. Eso es lo natural. Lo que no es natural, continúo, es que tú, estando tan buena, en tu mejor momento, pases más de un año sin tirar. Es que ustedes los hombres no entienden lo que significa para una… y antes que se lance el discurso de “El aplauso va por dentro”, que yo me sé de memoria, la corto para confrontarla:  Mira mami (le arrecha que le digan mami), si eres tan extraordinaria como pareces, asúmete, acepta que estás histérica, como es lógico, principalmente por falta de sexo, reconoce que el sexo no sólo te gusta, sino que te hace la misma falta que a un hombre promedio, y que eres una “perra de closet”. Y, ojo, lo digo en el mejor sentido de la expresión, como un cumplido, porque si hay algo seguro es que yo a C la respeto y la admiro. Culmino entonces la confrontación describiéndole su modus operandi: ves a un hombre cualquiera que te gusta, ponle, y decides que tiene condiciones; como no reconoces que lo que te interesa es su pene (naturalmente, después de un año y tres meses), no te das cuenta que el órgano viene adosado a un bolsa; comienzas a adjudicarle al pobre hombre cualidades extraordinarias, te niegas a ver sus enormes defectos viriles y sucumbes a un espejismo de enamoramiento que te justifica llegar a entregarle la flor de tu secreto; luego de la consumación descubres que, en efecto, el pene venía adosado a un bolsa, y tú, que eres realmente arrecha, comprendes que no está a tu altura, que, como la camisa, tienes que cambiarlo urgentemente, porque no combina, porque ni te sirve ni lo necesitas ya; eso sí, tú creíste en él, él fue el que te engaño, te usó, porque tú no eres una perra. 

Miren mamis (y no se me arrechen), ¿por qué no salen del closet? No es posible que todo el sexo de nuestras vidas sea con amor, eso es una utopía. Uno se enamora unas tres o cuatro veces en la vida, con suerte. No es lógico, no es natural ni sensato esperar esas escasas oportunidades para fornicar. No nos faciliten la excusa para acusarlas, como los evangelistas, de tender a la histeria. El sexo sin amor es un derecho que les corresponde a ustedes tanto como a nosotros, y que ejercemos, reconozcámoslo o no. Además tiene sus ventajas, previene el infarto, quema grasas, libera radicales libres, mejora el sistema inmunológico y hasta rejuvenece (o al menos le permite envejecer más sonreída). No tiene nada de malo ser una perra, no es pecado que un día usted entre a la tienda y se compre lo primero que le provoque sin evaluar tanto las opciones, después de todo terminará cambiándolo tarde o temprano, sólo falta que ustedes así lo asuman. Nosotros las seguiremos encantados en su creencia, como solemos seguirlas en todo lo demás. Las amaremos y respetaremos sin preguntarles sobre su prontuario sexual, al menos los que pretendemos algún día estar a su altura, los que, detrás del pene, valemos la pena.
Por su parte, C siguió mi consejo. Tuvo un par de aventuras, una de ellas con un Mister (que le deja mensajes preguntándole: “Mami, ¿tú me quieres?), y si bien es cierto que no quedó satisfecha del todo, entendió que en su caso la plena satisfacción es imposible. Hoy en día siento que a C la histeria le nubla menos el entendimiento y la veo más capacitada para reconocer al “hombre de su vida”, aunque tenga que cambiarlo al día siguiente.