Monday, July 2, 2012

Primero muerta que sencilla


“Un pueblo sencillo y cristiano”, así nos definió Osmel a los venezolanos, alegando que no estamos preparados para ver a una mujer transexual competir por la corona de la belleza nacional. Y yo debo reconocer que respiré profundo para no reaccionar.
La gente sabe muy poco sobre la transexualidad, incluido Osmel, pero todos tienen una opinión al respecto. Eso es común. Pero independientemente de lo que cada quien sepa y piense sobre el tema, fue la definición de Osmel lo que me sacudió.
“Primero muerta que sencilla”, imaginé entonces que le respondería cualquiera de los muy poco cristianos maquilladores del Miss Venezuela a Osmel. Porque en esto, como en casi todo, el doble mensaje es la norma.
No suelo gastar mi tiempo y neuronas analizando concursos de belleza, pues en lo personal prefiero otros ejercicios de frivolidad menos perniciosos, pero me parece que la coyuntura lo amerita. 
Veamos. La vanidad es el pecado por el que el diablo existe, así que tendríamos que comenzar aceptando que el culto nacional por el magno evento de la belleza es en esencia diabólico.
Una vez aclarado este punto, preguntémonos ¿qué se hace en estos concursos? Tomemos, pues, a una caballota veinteañera, coloquémosle una melena postiza, operemos tetas, cejas, culo, nariz, enseñémosle ademanes afectados, es decir, convirtámosla en algo muy parecido a un transfor de la Libertador. Todo esto bajo normativas dictadas por homosexuales homofóbicos que encima discriminan la transexualidad. La cosa es como el colmo de la hipocresía, el doble discurso insertado en un doble discurso y salpicado de lentejuelas para distraer. Todo muy posmoderno, muy venezolano (porque eso sí nos define).
Pero eso no es lo grave, lo realmente peligroso es que sea relevante.
Me pregunté entonces ¿qué tiene de extraordinario? En este marco de valores se vale “ser” a través de rinoplastias y mamoplastias, ¿por qué no vaginoplastias también?
No podemos permitir, por Cristo (a quien cito con toda la mala intención), que nuestra percepción del mundo la dicte un concurso de belleza. El producto de esta empresa manufacturera, es decir, la Miss Venezuela del año, no es en modo alguno representante de la mujer nacional. La venezolana promedio no mide un metro setenta y nueve, no bate melena postiza mientras trabaja y no “da lo mejor de sí” desfilando en traje de baño, así que de acuerdo a estos parámetros de belleza tampoco es la mujer más bella del mundo, dejemos de celebrar la dañina y superficial etiqueta que queda tan pequeña.
La venezolana es madre, profesional, cabeza de familia y motor de un país. Por favor, pongámonos serios y empecemos a valorarla por lo que hace en la vida y no por cómo luce. Hagámosle ese favor a nuestras hijas.
Y en cuanto a Osmel, siempre he admirado sus capacidades como trabajador y empresario exitoso, pero alguien debería decirle que su ejercicio profesional se acerca más al diablo que a Cristo, y que esa sociedad “sencilla y cristiana” a la que se refiere, tampoco lo acepta a él.