Saturday, September 24, 2011

Tenemos que hablar


Así comienza una extraordinaria obra de teatro de Edward Albee que acabo de ver. La mujer entra desde la cocina secándose las manos. El hombre lee en la sala concentradamente. Ella pronuncia la sentencia. Él no se inmuta y continúa sumergido en el libro. Permanecen unos instantes en silencio y ella regresa entonces a su oficio. El público estalla en risas identificándose con la pareja. La obra prosigue entonces recorriendo la serie de temas que abarca la domesticidad, pero uno sobre todos me llama la atención. Ella le confiesa a su pareja de años que aunque es relativamente feliz hay algo, un no sé que, que continúa esperando y que no llega, algo que no le permite sentirse del todo satisfecha, por ejemplo en la cama, a pesar de que él le hace el amor bien, ella siente que no se la coge, y a ella, después de tantos años, de pronto le provoca que el tipo, buen padre y buen hombre, deje de ser tan bueno y le eche una cogida salvaje. Así, en esos términos. Yo, que no me van a cortar con ese vaso de cartón, pienso de inmediato, Claro, mamita, si el tipo te estuviera cogiendo sabroso, entonces querrías que te hiciera el amor con dulzura. Porque con ustedes, no me lo nieguen, la cosa es más o menos así.
Al día siguiente, aún con la obra dándome vueltas en la cabeza, acudo a una de las rutinas que más detesto: cortarme el pelo. Debo esperar mi turno tras un gordito con cara de buena gente. Me siento junto a una hermosísima mujer que espera ojeando un catálogo de cortes de pelo masculinos. El gordito le pregunta que qué cree ella, entonces entiendo algo sorprendido que se trata de la novia. Ella me mira y me pregunta quién me corta el pelo, yo le respondo que el mismo que está a punto de cortárselo a su novio y ella le dice al barbero ahora que así, más o menos como el mío, quiere que se lo corte al gordito. El pobre tiene el pelo grueso y rizado y bastante más corto que yo por lo que la petición, digna de una mujer, es de entrada imposible. El gordito se entrega a las manos del barbero que le da vueltas a la utopía mientras ella observa. Un gesto de resignación, sutil al comienzo luego más y más  evidente, se dibuja en su rostro de mujer hermosa. Ya para cuando el barbero está terminando el gesto es de rotunda decepción. ¿Y atrás cómo te parece, mi vida?, pregunta el gordito, inocente de todo. Depende de cómo te lo vayas a peinar, responde ella casi molesta. Como siempre, dice él, Debí suponerlo, replica ella de mala gana, Pues no sé, hágale algo así, como más moderno o algo, le pide al barbero. En unos instantes el suplicio termina y parece que al gordito le han sacado punta en la cabeza. El experimento, obviamente, ha fracasado, y ella, que esperaba que con el nuevo corte le entregaran a un novio nuevo, resopla en el colmo de la amargura. El gordito se dispone a pagar pero antes la mira como preguntándole qué fue lo que hizo ahora. Ella se detiene frente a el en una pausa escrutadora y eterna, luego mira al barbero y le dice, No podrá usted echarle un gelcito o algo. El barbero obedece y mientras me acomodo en la silla los veo salir tomados de la mano retomando la rutina clásica de una pareja promedio.
Razón tenía la protagonista de Albee, pienso, tendrían que hablar.

Friday, September 16, 2011

Mala Educación



Un estudio reciente colocó a las mujeres chinas en el tope de la lista en cuanto a sus capacidades como madres. Las estadísticas, como es de esperar, midieron el desempeño de los niños y jóvenes en varias áreas y concluyeron que estaban “muy bien preparados para enfrentar las demandas de un mundo globalizado”.
Esto normalmente hubiera pasado desapercibido para un occidental egocéntrico como yo, pero considerando, por un lado, que China promete en breve “regir el planeta”, y por otro, que toda madre (padre) que se precie de serlo se atormenta con las mil y una interrogantes sobre cómo guiar a sus hijos lo mejor posible para hacerlos los “hombres y mujeres del futuro”, el estudio cobró protagonismo entre el sinfín de informaciones con las que ese día me bombardeaba la web.
Más allá incluso, recorriendo la oferta de claves y tips de las chinas para ser mejores en el trabajo más difícil jamás planteado, por encima de los resultados del análisis, se colocó un controversial libro sobre el ejercicio de la (m)paternidad al estilo chino escrito por una tal Amy Chua.
La fulana Chua, y lo digo con el mayor tonito despectivo, el mismo que usa ella para descalificar a sus dos pobres y asertivas hijas ya creciditas, asegura que los occidentales somos bochornosamente complacientes con nuestros hijos y les permitimos perder enormes cantidades de tiempo en video juegos, tiempo libre y actividades extracurriculares. Tiempo que ella, como buen subproducto chino (nació y creció en USA), obligó a sus pequeñas a invertir en innumerables y constantes ejercicios de gramática y matemáticas y piano y violín y paremos de contar.
Chua, por ejemplo, obligaba a sus hijas a practicar en el piano una melodía hasta bien entrada la noche sin permitirles descanso para ir al baño o un vaso de agua, hasta que ellas la tocaran a la perfección. Otra de sus técnicas “maternales” cuando por ejemplo una de sus pequeñas le entregaba una tarjeta con un dibujo el día de su cumpleaños era tirársela de vuelta y decirles “no quiero esto, no te esforzaste lo suficiente, soy tu madre y merezco algo mejor que esta basura”. ¡Qué linda!
Por supuesto que la bruja Chua, o la “Madre Tigre” como ella misma se bautiza, ha recibido cientos, miles, millones de mensajes de odio de gente como tú y como yo, a quienes nos parece monstruosa su forma de ejercer la maternidad. Pero si vamos un poco más allá, si transitamos el terreno que se oculta tras la reacción obvia, ese que a mí me gusta recorrer buscándole la quinta pata a todo gato que se me cruce en el camino, las razones de la aversión hacia la Madre Tigre, y la causa por la que su libro homónimo se ha colocado de primero entre los más vendidos del planeta, es que Chua, aunque no nos guste, tiene algo de razón y mucha evidencia que la valida por encima de nuestra tendencia a complacer a nuestros pequeños.
En mis incontables conversaciones con mi mujer sobre la crianza de nuestro hijo, Mimi y yo hemos tenido, como cualquier otra pareja un sinfín de desacuerdos. Yo fui educado en los setenta en el colegio Venezolano Británico, dirigido por una vieja diabólica de apellido Dutton muy parecida a Chua. La Dutton y su esposo, a quienes debíamos llamar “el Sir”, aterrorizaban con violencia física y psicológica con la excusa de hacernos “los mejores estudiantes posibles”. Tal como Chua, exigían, castigaban y humillaban como parte del entrenamiento diario de primaria. Aquello siempre, incluso de niño, me pareció un horror, y aún hoy recuerdo vívidamente cuando la Dutton, estando yo en primer grado, sentó a mi amiga Carolina en un taburete alto y le colocó en la cabeza un sombrero de cono con la palabra “Dunce” (definido en diccionario como “persona estúpida y lenta para aprender”). Le explicaba todo esto a Mimi como justificando mi tendencia a dar siempre demasiadas libertades, pero Mimi me respondió con hechos concretos. Aún sin estar de acuerdo con los métodos, la exigencia, no puedo negarlo, me ha hecho un hombre productivo, un emprendedor y un hombre capaz de competir en cualquier circunstancia por el logro de mi meta.
Chua explica que esto es así, que sus técnicas han llevado a sus hijas a ser estudiantes de nota máxima, y que sin duda ellas serán parte del equipo de individuos responsables de regir el planeta en breve.
Esto, aunado con la estadística incuestionable que coloca a China como potencia que en breve superará a todas las demás, muy probablemente como consecuencia de lo logrado por las “insignes” madrecitas chinas, nos deja a los occidentales más que horrorizados por el detalle, perturbados por la evidencia.
¿Qué hacer entonces? Es la pregunta que me hago (nos hacemos) como padres.
En mi afán de dar con respuestas, me puse a buscar a mi amiga Carolina vía Facebook. Quería saber si la “mano dura” de los Dutton, tan parecida a la de Chua, había dejado en ella alguna huella, para bien o para mal. Quería saber si mi horror con esas técnicas eran una postura progresista o las impresiones de un niño hipersensible y mariquito (como me habría etiquetado Chua de haber sido mi madre). Por fin di con ella. Carolina vive ahora en Buenos Aires. Hablamos de la vida en general por el chat de FB y poco a poco le hice las preguntas que me inquietaban sobre nuestro pasado en común. Carolina me confesó que no recordaba el incidente del sombrero de cono, pero sí algunos otros. Me comentó que las técnicas de los Dutton no la habían hecho particularmente asertiva o competitiva, y por último me confesó que había tenido que hacer mucha terapia en su vida, y que aún hoy, no sabía por qué con precisión, pero no terminaba de ser una mujer feliz.
Me pregunté entonces si yo era un hombre feliz. Y podría decir que sí. Podría contar mis bendiciones y mis logros, que no son pocos, y podría estar satisfecho y feliz. Pero por alguna razón que, al igual que Carolina, todavía no termino de descifrar, una persistente sensación de haber desperdiciado gran parte de mi vida no me permite serlo del todo. La percepción es irracional, desde luego, pero está allí y no la puedo negar.
La pregunta entonces no es qué hacer como padres, la pregunta es ¿queremos hijos logrados o los queremos felices? ¿es eso acaso lo mismo?
Yo no dudo que en efecto las hijas de Chua sean las presidentas del mundo que habite mi hijo un día. No me resultaría para nada sorprendente que mi hijo vote por alguna de ellas en alguna elección y que las Chua le digan en breve a mi hijo lo que él debe hacer. Eso es bastante probable.
Sin embargo, y me disculparán la Chua y los Dutton, estoy seguro que mi hijo será mucho más feliz que ellas y sentirá por mí algo muy distinto a lo que ellas sienten hoy por su madre. Y eso me basta como respuesta.