Tuesday, March 5, 2019

My Own Private Neverland

A propósito del documental "Leaving Neverland", aquí la primera crónica de mi nuevo libro SEXO SENTIDO 4.
¿Para qué?
Mi cumpleaños número 40 lo celebré haciendo una de las cosas que más disfruto en la vida, mi trabajo. Sobre un escenario en la Torre CorpBanca en Caracas hice ese día la función creo que seiscientas y tantas de “No eres tú, soy yo”. Fue una función especial. La gente estaba conectada, reía y me acompañaba atentamente. Una función maravillosa, de esas en las que uno se ve de pronto casi en tercera persona y se siente como un médium que canaliza un mensaje que el público necesita escuchar y que pareciera venir de un poder superior. No porque mi mensaje fuera así de relevante, pero como era el mío y era mi noche, así lo sentí. Todo transcurría a la perfección, luces, sonido, texto, risas. Pero no por eso fue especial esa función. Tampoco porque estuviera cumpliendo 40. Sería más o menos a mitad del espectáculo que sucedió. Sería justamente porque todo iba bien, porque estaba conectado con la gente, porque el mensaje fluía y mi mente perfeccionista y torturadora estaba relajada unos minutos, que me llegó la certeza y la revelación se me presentó de manera nítida y contundente: Fui abusado sexualmente de niño.
Ahí está. Lo dije. Lo acabo de escribir. Lo leo. Aún me sacuden esas cinco palabras puestas juntas. Y me hubiera gustado tener otras cinco o seis palabritas con las que armar una oración más feliz para comenzar un libro. Algo que diera risa en estos tiempos de chistes superficiales y comediantes baratos de instagram. Pero esto es lo que hay.
Durante décadas el evento estuvo guardado bajo llave en algún recodo de mi enrevesado subconsciente. Lo normal cuando tenemos que lidiar con algo de esa envergadura sin tener herramientas para comprenderlo y procesarlo. Lo que hacemos para sobrevivir los que andamos por esta avenida que nos ha tocado transitar. Mucho antes de tener la opción de block en nuestras redes, los sobrevivientes de esta clase de experiencias con frecuencia bloqueamos lo sucedido y seguimos viviendo como si nada. Construimos una vida, una carrera y a veces, con suerte, una familia, bloqueando. Intentamos buscar la felicidad y tratamos de superar el instinto intermitente de autodestruirnos, bloqueando. Vivimos, lo intentamos, más o menos como cualquier otro, solo que a conciencia o no, cargamos con ese equipaje que, por momentos, pesa más que un edificio.
¿Por qué a mí? No es justo. ¿Quién es capaz de hacerle eso a un niño de cinco años? Dice una voz de víctima, uno que otro día, casi siempre por la mañana. Pero la voz llorosa y superlativa que grita pidiendo auxilio se silencia siempre con algo externo, una actividad cotidiana, algo que por normal nos arrastra a lo de todos los días, lo que se hace en automático, lo que tiene que hacerse. Y así seguimos adelante, creándonos hábitos, buenos y no tanto, hasta que deja de escucharse la vocecita impertinente, hasta que lo incómodo se nos olvida, hasta que ya no está. Y así, durante décadas.
La tendencia a la melancolía pierde la causa clara y se vuelve un rasgo de la personalidad. El tonito de rebeldía e irreverencia nos hace atractivos para los que no se atreven a decir ciertas cosas. Y el impulso por sobresalir y triunfar y decir “aquí estoy”, “existo”, “tengo una voz”, se vuelve para algunos de nosotros (los de esta tribu) una urgencia.
El caso es que allí, en medio de los terribles años de la adolescencia solitaria, ya mitigados los pensamientos suicidas y calmados con tareas y retos los hábitos destructivos, amaneció un día y hubo silencio. De pronto hubo, ese día cualquiera, ese día que no era distinto a los demás, un norte claro. No supe por qué, pero lo hubo. Porque siempre pasa eso en las películas, la luz, la salida, la señal esa de la que tanto hablan al final del puto túnel, aparece un día cualquiera y sin anunciarse. Y en mi caso fue El Llamado. Así lo titulé.
Tenía 16 y estudiaba el primer año de arquitectura en la Universidad Simón Bolívar (importante decir en este punto que me gradué de bachillerato a los 15 con notas excesivamente perfectas, cosa que no es fanfarronería de mi parte, todo lo contrario, más adelante explico) y no hablaba con nadie. No realmente. Mi capacidad de relacionarme con otros humanos era (sigue siendo) bastante precaria. El contacto físico más leve me resultaba incómodo, y aunque me masturbaba compulsivamente en esa época, una relación sexual más allá de mi mano derecha estaba fuera de toda consideración.
El día de El Llamado caminaba en la universidad cerca de un edificio espantoso, muy alejado de cualquier logro arquitectónico, y noté que una larga fila se formada en las afueras. Pregunté qué pasaba, que en mi caso no fue ir y preguntarle al primero que encontrara, era pensar si preguntaba, a quién preguntarle, armarme de valor, hablarle a otra persona, en fin, por agónico que parezca, era lo normal para mí en ese momento de mi vida. No recuerdo quién, uno ahí, me comentó que estaban haciendo las audiciones del grupo de teatro de la universidad. No sabía que había un grupo de teatro en la lugar donde llevaba un año estudiando, y que aquel edificio horrendo fuera de hecho un teatro, y menos aún que ese grupo buscara gente para actuar allí, dentro de ese edificio, en ese círculo secreto, y que esta gente afuera hiciera fila para competir por ser miembros de una asociación como esta que usaba el poco tiempo libre de sus miembros para cosas tan perversas como el arte y el teatro, y aquello me pareció maravilloso en verdad. Eso pensé justo antes de que El Llamado se materializara. Y así, como por arte de magia, efectivamente como un llamado divino y milagroso, terminé parado en el escenario del teatro de a USB haciendo el ridículo. Y fui, creo que por primera vez en mi vida, feliz. O no digamos feliz, no seamos exigentes, digamos que por primera vez fui. Con la excusa de ser otro, existí.
A partir de ese día mi tiempo se dividía entre el que pasaba en el mundo real, navegando eficientemente por mis compromisos académicos, y el otro, el que pasada sobre el escenario en una realidad paralela. Y paradójicamente el mundo del escenario me resultaba más auténtico. El personaje lo actuaba en la vida real, lo había venido actuando por más de una década ya, y en la ficción, interpretando otros que no eran yo, era más yo que nunca antes. Por esto siempre he dicho que el teatro fue mi terapia (la sigue siendo) y que gracias a él lo estoy contando. Honestamente no creo que hubiera podido llegar hasta aquí si no hubiera atendido aquel llamado ese día cualquiera.
Hice una pausa, estábamos a la mitad de la función, Mirtha Pérez esperaba su momento para subir al escenario a cantar “La nave del olvido” y a mí me había llegado el recuerdo del incidente. Cuando estas cosas pasan en una película el personaje permanece en silencio un buen rato, la cámara se acerca a su rostro para que captemos su tormento interior y el sujeto entonces sale del escenario dejando al público sin entender, corre por una avenida transitada y, por ejemplo, empieza a llover, y termina la escena con la llegada del personaje empapado a algún sitio relevante en la historia en pos de un desenlace. Pero en la vida real, mi vida real, que no por casualidad ocurría sobre el escenario, no fue más que una pausa. Me sudaban las manos. Estaba, desde luego, el nudo en la garganta, la zozobra, la ola de emociones en retroactivo que abrumarían a cualquiera y con toda la razón. Pero como eso de que “el show debe continuar” es absolutamente cierto, continué. Había vivido décadas “continuando” como si nada, así que unos minutos más no suponían gran esfuerzo, pensé. Pero sí. Creo que fue uno de los mayores esfuerzos de mi vida. Nadie lo notó, creo. Ni siquiera Mirtha. Pero pasó. Me decía, mientras en piloto automático terminaba el show perfecto con cada chiste en su lugar. Pasó. Y no era poco.
Y si en efecto fuera esto una película, ahora vendría el flashback. Veríamos a la gente vestida y peinada como en los 70 y al niño de cinco años sentado en la silla de la dirección del colegio, los pies colgando porque no llegan al suelo, las manos sobre el regazo, la camisa abotonada hasta el cuello, y a él al frente, de pantalón gris y camisa color rosa viejo. Es curioso como funciona la mente, de todo lo que podía haber recordado, el detalle del color particular de su camisa era protagónico. Hasta el sol de hoy detesto ese color. Que lo llamen rosa viejo, viejo, sí, parece un chiste macabro. Es “Thulian” en el Pantone de colores que usan en diseño. Detesto ese color.
Supongo que poco después decidí ser un estudiante modelo. El colegio siempre me pareció aburrido porque me resultaba muy fácil aprender, lleno de gente estúpida, alumnos y maestros por igual, de modo que me aferré a esa capacidad para intentar en todo momento ser perfecto. Pensé durante mucho tiempo que lo hacía para que mis padres me dijeran que estaban orgullosos de mí y esas cosas típicas que hacemos por aprobación, para sentirnos amados. Pero lo hacía, comprendí luego, para mantenerme alejado de la oficina del director. Para sobrevivir al “Thulian”, que en mi mente de niño era un monstruo de mil cabezas y mil bocas y mil colmillos en cada boca que comía carne humana. Todavía una parte de mí siente que si fallo, si cometo un error, si fracaso en algún proyecto, si decepciono a alguien por cualquier cosa, voy a terminar sentado en esa silla con los pies colgando y a merced del monstruo. Sé que no es verdad, pero una parte de mí lo cree y ya he aceptado que probablemente lo crea por el resto de mi vida.
Creo que por eso que le tengo fobia a las víctimas. A la gente que va por la vida buscando dar lástima. No los puedo soportar. Y eso pasa cuando te reflejan lo que eres. Lo más difícil de todo es darte cuenta de que eres una víctima. Siempre, por mucho que lo superes, serás el “sobreviviente de un abuso sexual”, porque como el sobreviviente de un ataque de tiburón llevas la cicatriz en el brazo, en el torso, en la mente. Y de todas las etiquetas que puedan ponerme, esa es de la que más había querido huir. Por eso ni siquiera me permití recordarlo hasta esa noche. Pero en mi intento despiadado por no ser víctima y no dar lástima había pasado casi cuarenta años siendo de una manera o de otra el efecto, la consecuencia de aquel ataque. Algo así le comenté a María Angélica, con quien hacía una terapia entonces (porque han sido años de muchas y diversas terapias, muchas y diversas tareas). Yo, que siempre he querido liderar proyectos y crear cosas y modificar mi entorno y emocionar al público y producir y generar, en fin, ser la causa de las cosas, había vivido durante décadas siendo el efecto de un incidente, que por grave y terrible que hubiera sido, no era más que eso, algo que pasó, que efectivamente me pasó, pero sólo eso.
La autora Brene Brown explica que cuando cometemos un error o hacemos algo que está mal, la gente funcional siente culpa y piensa “cometí un error, lo siento”.  Los sobrevivientes de incidentes como el mío sentimos vergüenza y pensamos “soy un error, lo siento”. Parece un detalle menor, pero esa vergüenza es poderosa. Aniquila toda capacidad de disfrutar lo más elemental y nos hace imposible alcanzar la felicidad. Cuando te quitan la inocencia antes de tiempo, te arrebatan esa posibilidad. No recuerdo, por ejemplo, haber jugado de niño. Tampoco recuerdo mi infancia como algo bonito, aun cuando fue una infancia aparentemente privilegiada. Enfrentar esta sensación de vergüenza genérica no es cosa fácil. Toma tiempo y dedicación. Hay que hacer el duelo, y en mi caso esto significó comenzar por asumir que había desperdiciado casi 40 años de mi vida en una carrera por ser perfecto y exitoso para ser aprobado sin disfrutar realmente ni uno solo de mis logros, porque nada de lo que había hecho hasta ese momento era por mí, sino por mantenerme lejos de ser una víctima, lejos de aquella oficina.
Y en este punto puede que estés pensando “qué duro”, “pobre niño”, “pobre Luis” y esas cosas que uno piensa cuando escucha o lee estas historias. Pero no, por favor. No lo pienses. Todos, absolutamente todos (tú también), venimos con algo que superar, al menos una prueba igual de dura, a veces muchas y hasta peores. A algunos nos llegan temprano en la vida, a otros después, supongo que cada cosa tiene su tiempo, pero no es la prueba en sí lo importante, sino lo que hacemos con ella.
Volvamos, pues, a la silla, al niño con los pies colgando, al nefasto color rosa viejo. Lo que sucedió a continuación es algo que todavía estoy procesando. Los detalles no son relevantes, lo relevante es entender que las cosas no pasan sólo porque sí, como dice el lugar común, todo pasa por algo, para algo. Pero ¿para qué? A lo mejor para escribir un libro o crear un espectáculo. Para ser mejor persona o para ayudar a alguien. Para ser buen padre o para comprender el sentido de la felicidad. Para valorar lo que tenemos y lo que podemos hacer. Para juzgar menos a terceros. Eso, para juzgar menos tal vez, en esta era del juicio y la sentencia instantáneos. En fin, el “para qué” no lo sé con exactitud, pero sigo buscando, ahora más serenamente, respuestas. Ese niño de cinco años, que soy yo, necesita saberlo.