Sunday, December 18, 2011

HIGH [ALTO]


CARLOTA SOSA
CHRISTIAN MCGAFFNEY
RAFAEL ROMERO
LUIS FERNÁNDEZ

EN



                           
HIGH [ALTO]

UNA OBRA DE MATTHEW LOMBARDO
UNA PRODUCCIÓN DE MIMI LAZO
DIRECCIÓN LUIS FERNÁNDEZ

HIGH ES EL PRELUDIO A UN ATAQUE DE PÁNICO, POR LO QUE NO QUISIÉRAMOS ENFRENTAR, Y FINALMENTE ES REDENCIÓN Y PERDÓN. EN CUANTO A MÍ, ME ES TAN DURA, CRUEL Y REAL, QUE ME SIENTO VALIENTE TAN SÓLO PERMITIENDO QUE HELENA ME HABITE TEMPORALMENTE. 
CARLOTA SOSA [HELENA].

LLEVAR UN SINFÍN DE EMOCIONES Y VIVENCIAS, DENTRO Y FUERA DEL PERSONAJE, CON LA NECESIDAD DE ENCONTRAR LA VERDAD, A ESO ME LLEVA HIGH, A VOLAR EN UN MAR DE CONSTELACIONES.
CHRISTIAN MCGAFFNEY [ANDY]

DIA A DIA  TRATO DE NO PENSAR EN  LA DESCOMPOSICIÓN DE LA RAZA HUMANA PARA NO ANGUSTIARME, PERO HIGH NO ME LO PERMITE. RAFAEL ROMERO [MIGUEL]

HIGH ES EL ESPEJO EN EL QUE NO QUEREMOS MIRARNOS PERO QUE NO TENEMOS OTRA ALTERNATIVA QUE ENCARAR.                RESUENA MUY CERCA, INCÓMODAMENTE. Y ME PERDONARÁN LOS MÍSTICOS DEL TEATRO Y LOS “REHABILITADOS” DE RIGOR, PERO ME RESULTA IMPOSIBLE ENFRENTARLA SIN VODKA CERCA. NO ESTOY TAN ELEVADO O NO ME SÉ ENGAÑAR A TAL PUNTO.
LUIS FERNÁNDEZ [MIGUEL/DIRECTOR]

EN PRIMERA FILA, EL TRABAJO DE KATHLEEN TURNER Y EL TEXTO DE MATTHEW LOMBARDO NOS IMPRESIONARON EN BROADWAY. LES COMENTAMOS ENTONCES CUÁNTO NOS GUSTARÍA PRODUCIR HIGH EN VENEZUELA. POCOS MESES DESPUÉS, AQUÍ ESTAMOS. AÚN IMPRESIONADOS, Y ESTA VEZ MÁS CERCA TODAVÍA.
MIMI LAZO [PRODUCTORA]

Hay sueños que nos pertenecen: Cada noche cuando entren en escena me tomare de sus manos para VOLAR ALTO con ustedes, en sus sueños, en sus luchas, en sus miedos,  en sus angustias, en todo lo que son capaces de dar con su talento y luego me confundiré entre el publico para aplaudirlos de pie con toda mi admiración y respeto como se merecen.
marisela berti


ESTRENO
ENERO 20
2012
TEATRO TRASNOCHO



Monday, December 12, 2011

El verdadero villano de tu historia

En toda historia que merezca ser contada hay un héroe (o como en tu caso, una heroína). Pero tan importante como la protagonista del cuento, es su antagonista, el (o como en tu caso, la) villan@. Todo autor que se respete sabe que para que la historia resulte interesante, la protagonista deberá enfrentar una serie de obstáculos importantes para alcanzar al final su ansiada meta y la villana es la materialización humana de esos obstáculos.
Durante la década que tuve ocasión de hacer telenovelas, si bien mi ego me hacía apuntar siempre a ser “el prota”, que es el que sale de primero en los créditos, el que se queda con la muchacha del cuento y el que gana más dinero, me parecían también personajes aburridos, undimensionales y bobolongos. En cambio el villano era siempre mucho más interesante de actuar, más divertido y complejo, y curiosamente lograba (al menos en mi experiencia como el malo de la partida) superar en éxito a los blandengues galanes de rinoplastia y copete enlacado. Así que desarrollé un particular afecto por los “malos”, además de por todo lo anterior, porque en el fondo, lo confieso sin complejos, se parecen mucho a mí.
En varias ocasiones de la vida real, así como en las historias que he interpretado en pantalla, he sido etiquetado como el villano. Y durante un tiempo, yo mismo llegué a creer orgulloso que era verdad, que era malvado, despiadado, ambicioso, manipulador, vengativo y todas esas cosas injustas que se dicen de villanos como yo. Pero recientemente me he dado cuenta de que la cosa no es así. No es así en lo absoluto.
Fue como una epifanía. Veía yo la versión de Disney de Peter Pan con mi hijo cuando sin querer la verdad se presentó ante mis ojos, como suele suceder con estas películitas de Disney, y ya nada fue como antes.
Verán, Garfio es el epítome del villano. Sin duda. Es él el que encabeza la lista de los malvados, el que preside la marcha de la maldad en la parada del parque y es, por encima de todo reconocimiento a su malignidad, el que también ha recibido uno de los peores castigos al ser devorado por el cocodrilo.
¿Pero cuál es la parte tan maligna del pobre Garfio? ¿Acaso querer erradicar de la faz del planeta a un insoportable adolescente perpetuo como el fulano Peter? Peter Pan no es un héroe, por favor, es un sujeto que se niega a aceptar responsabilidades y va por la vida sin asumir las consecuencias de sus actos. Garfio sólo quiere hacer lo justo, lo que nadie se atreve, eliminar a un sociópata volador que además es profundamente irritante.
Pero yendo más allá de lo evidente, siempre que hay un enfrentamiento entre dos partes, sentimos la necesidad de etiquetar al bueno y al malo para tomar entonces un partido. Si miramos con atención, es posible ver que detrás de una disputa tuya con tu esposo, en una querella familiar o en un enfrentamiento entre dos mujeres por un peoresnada, hay siempre alguien más. Si prestamos atención cada vez que dos personas se enfrentan en una batalla, podremos descubrir que hay allá atrás, camuflada por los gritos e insultos, una tercera persona que es la verdadera responsable del pleito o de la guerra y que por lo general va por la vida con cara de buena y pasaporte de vícitma.
Junto a Garfio, respaldando pasivamente cada una de sus acciones, e incluso propiciándolas con comentarios pasivo-agresivos está siempre Mr. Smeer, el viejito con carita bonachona que parece una víctima del pirata y al que uno siempre se refiere como “pobrecito”, pero que es en realidad el gran demonio de la historia. El mal, cuando es verdaderamente maligno, siempre tiene los mejores disfraces.
Resulta entonces que los malos del cuento (o de la vida, da igual), no somos los que tenemos contradicciones humanas, los que deseamos y ambicionamos, los que nos trazamos un plan para lograr la meta, los que decimos verdades incómodas. Los malvados no somos los que despreciamos la pose de víctima, los que no sentimos lástima por la lloradera mingona del débil o compasión por un adolescente perpetuo. Los malos no son casi nunca los que parecen malos.
¿Cómo dar con el verdadero villano de tu historia si ahora recién descubrimos que no es la bichita que te quiere quitar el novio o el jefe que parece abusar de ti en el trabajo?
Allí está la clave de nuestra evolución como héroes. La única manera de que Peter Pan realmente triunfe no es que a Garfio se lo coma el cocodrilo, sino que Mr. Smeer desaparezca del mapa, que deje de meterle cizaña a su jefe y que entonces Garfio más asertivamente le ponga orden a Pan y lo obligue a vivir de una manera más coherente y responsable, y por esa vía encontraran acuerdos que los harán evolucionar a ambos. Ambos podrán convivir constructivamente, Garfio sin ser presa de su impulsividad, Peter creciendo, con más capacidad para producir y asumir responsabilidades, y quién sabe si al final de esa historia terminan teniendo una muy funcional relación padre-hijo, sin la nefasta presencia del villano del cuento, el “pobrecito” Smeer,.
Resulta pues imperioso dar con el Mr. Smeer que pulula a nuestro alrededor y que es realmente el responsable de nuestras disputas más agotadoras e inútiles. Supongo que habrá que partir del mismo punto. ¿A quién de nuestros amigos o familiares les decimos “pobrecito”? Esa es la sensación que nos produce el verdadero villano. ¿Quién parece de todos el más sufrido e indefenso? ¿Acaso el mismo que a la corta o a la larga termina como Smeer siempre saliéndose con la suya sin mover un dedo y libre de pecado?
Cuesta identificarlos, pero más aún cuesta desenmascararlos. Suelen ser sumamente hábiles y si no tienes cuidado en el proceso te van a hacer quedar muy mal.
Huye de los “pobrecitos”. Erradica de tus compañías y de tu familia a las víctimas. Obsérvalos desde la razón, nunca con lástima y desenmascáralos sin piedad. Esa es la única manera que de triunfes en tu historia, no hay otra. Y si la “pobrecita” sueles ser tú, entonces revísate bien antes de que los "villanos" como yo terminemos de sacarte del closet.

Thursday, December 1, 2011

(NO) Tenemos que hablar


“Tenemos que hablar”, dice la mujer. El hombre se pregunta “¿ahora qué hice?”, pero mentalmente porque no atina a verbalizar, mientras recorre las posibles malas acciones que le hayan podido descubrir. El hombre sabe que no saldrá bien parado de esa conversación.
Todo lo que se pueda “hablar” después de esta frase dicha por nuestra pareja incluye varias cosas que hacen imposible un final feliz.
Toda mujer que solicite hablar viene sumamente insatisfecha, eso es evidente. De allí que el recorrido mental del sujeto por sus posibles errores recientes no está fuera de lugar. Sin embargo, rara vez la petición se plantea para abordar un evento concreto, eso sería lo que podría pensar un hombre, pero no es lo que generalmente impulsa a la mujer a la charla.
Otra de las complicaciones que a un hombre le supone este diálogo es descifrar el dialecto que la mujer propone. Tendremos que emprender el arduo proceso de verbalizar nuestras emociones. Ustedes podrán creer que eso nos resulta sencillo, pero la verdad es que uno finge ser capaz de expresar sus sentimientos principalmente cuando se las quiere llevar a la cama en las primeras citas, pero aquello es más o menos como recitar un poema que memorizamos en francés, nunca realmente hablar el idioma. El dialecto emocional no se nos suele dar, y si se nos da, es muy probable que la charla sea para cortarnos las patas por melosos.
El “tenemos que hablar” muestra en este punto su verdadera cara, no es un diálogo, no es que tú me quieras escuchar realmente, es que vas a hablar y yo voy a escuchar algo que no quiero oír sobre mi absoluta incapacidad para hacerte feliz. Básicamente de eso se trata. Toca entonces enfrentarse con la verdadera raíz del problema, que en esta conversación terminará por centrarse en alguna de nuestras monumentales fallas como hombres.
Los más dados al autoanálisis nos preguntaríamos ahora cuál puede ser el motivo de la insatisfacción, pero es imposible respondernos, sobre todo si nos agarran fuera de base.
Un hombre práctico podría en ese momento salir airoso del encuentro. Podría mirarte a los ojos y mentalmente multiplicar 634 por 72, mientras finge atención. Luego, una vez terminada su exposición, responder “tienes razón, mi amor, no me había dado cuenta de eso, de ahora en adelante lo tomaré en cuenta y te juro que voy a cambiar”. No importa que uno no haya escuchado nada de lo que dijiste, esa respuesta es la que ustedes quieren oír y darla será suficiente para continuar viviendo en nuestras respectivas zonas de comodidad sin mayor trauma.
Pero supongamos por un momento que escuchamos realmente lo que ustedes nos plantean. La conversación es realmente una confesión. Invariablemente nos expondrán el descubrimiento que acaban de hacer: no somos los hombres con los que ustedes soñaron casarse. No somos ni remotamente parecidos y desde su perspectiva imposible de mujer pretenden con el “hablar” que tomemos nosotros la determinación de transformarnos en ese que ustedes realmente querían pero que no escogieron. A ver si así se vuelven a enamorar. A ver si viven en negación unos añitos más antes del divorcio. A ver...
Sería interesante que en lugar de hablar entendieran que no podemos hacerlas felices porque ustedes ni saben lo que quieren ni quieren ser felices realmente. Que la insatisfacción que provoca la necesidad de hablar con el peoresnada sólo la pueden resolver ustedes solitas y que el insensible sujeto incapaz de expresar sus sentimientos es, en el fondo, bastante más honesto consigo mismo que ustedes.
En fin, que mi respuesta es NO, no quiero, no pienso caer en provocaciones, no me da la gana de hablar. 

Friday, November 18, 2011

En una noche tan fea como ésta...

Al parecer a los venezolanos nos han “robado” la corona del Miss Universo este año. Escucho comentar el hecho con indignación patria a la mañana siguiente de realizado el magno evento de la belleza universal que en nuestro país ha tomado los niveles del escandalo Madoff.
Este Martes Negro para la autoestima nacional, tan dada a valorar sólo lo que parecemos ser y no lo que realmente somos, espero entrar a una postergada consulta con mi odontóloga y encuentro el desencanto por todos lados, como si el mundo en siniestro complot nos hubiera dado una dolorosa e imposible cachetada.
¿Cómo, si “recibimos” la mayor puntuación en traje de baño?, pregunta la recepcionista para luego darme paso al consultorio. Y como estoy allí tendido un par de horas, con la boca abierta e inmóvil, no me queda otra alternativa que efectivamente pensar, entre taladro y pichazo, sobre lo que somos y lo que parecemos ser.
Lo primero que me viene a la mente es la sensación de fracaso de la niña juzgada, robada, asaltada por aquella horda universal de supermujeres despiadadas e imperfectas. En un titular de primera página la muchacha declara entre lágrimas: “Me siento tranquila porque di lo mejor de mí”, y yo no puedo evitar preguntarme qué significará para una Miss eso de “dar lo mejor”.
Mi dentista me comenta que tengo una resina fracturada y que es urgente un blanqueamiento. Yo intento decirle por encima de los veinte instrumentos que habitan en ese momento mi generosa boquita que le dé plomo y ella me responde que es imperativo, si quiero mantener la sonrisa prístina “que le debo a mi público”, que deje el café.
12 horas antes había manifestado por twitter mi absoluto desconcierto ante un país que se pone en pausa de extremo a extremo del territorio nacional y del abanico social para drogarse en masa con un certamen de belleza que les hace tan linda esa noche. Lo hice porque más allá de la inhumana perfección de nuestra delegada, la noche me parecía de lo más ordinaria, con el mismo número de asaltos y muertos, el mismo calor y la misma realidad, nada linda la verdad. La hermosísima y superproducida chica veinteañera que en ese instante se volvía para la mayoría de mis compatriotas una pastilla de éxtasis de efecto multitudinario, no me produjo fascinación alguna.
De inmediato comencé a recibir, efectos secundarios de la “trona por Miss”, los más enardecidos insultos que aún resuenan en el pito de mi blackberry mientras me colocan la pasta para que mi incisivo superior derecho quede perfecto y nacarado como una perla.
Recibo los comentarios sin inmutarme porque no soy tan hipócrita, la verdad. Heme aquí, intentando un aparatoso disfraz de dentadura perfecta para sonreírle al mundo desde la apariencia, de modo que soy incapaz de juzgar a nadie por “dar lo mejor de sí” y parecer ser algo que nunca llegará a ser.
Es una práctica nacional, me digo, es lo que somos, el país más vanidoso del planeta.
Salgo del consultorio con mi nueva y casi perfecta sonrisa falsa y una hipótesis algo inquietante: Si el diablo existe por el pecado de la vanidad y vivimos en el país más vanidoso del mundo, entonces habitamos por definición en un territorio muy cercano al infierno.
Pido un guayoyo grande y llego entonces a dos conclusiones. La primera, eso de convertir a una niña en símbolo patrio instantáneo sólo porque nos sentimos feos y olvidarla con la misma inmediatez y sin piedad es un ejercicio perverso y caníbal. La segunda, ni de vaina pienso dejar el café.

Friday, October 14, 2011

Todos tenemos una adicción

Escuché esa frase por primera vez dicha por un personaje en una obra de teatro en Broadway. Debo reconocer que me molestó un poco y salté a preguntarme de inmediato el por qué.
La respuesta en principio se me hizo obvia, el personaje que emitía la sentencia que nos dejaba a todos sin escapatoria era un sacerdote, que como todos también, guardaba un secreto. Me resultó sencillo entonces desestimar la afirmación y la incomodidad que me causaba, pues desde hace mucho suelo ignorar cualquier comentario dicho por un cura, y más si es evidente que el tipo “oculta” algo. Sin embargo, la obra prosiguió y el malestar y la perturbación lejos de mitigarse fueron en aumento.
La obra me condujo a lugares poco explorados por mí como espectador, y al cabo de una hora estaba ya sumergido en la historia, que no era la del cura o los otros personajes (una monja alcohólica en recuperación y un trabajador sexual enganchado en las drogas), sino la mía.
Y es que la frase abría una puerta que pocas veces, si alguna, nos atrevemos a abrir.
Salí del teatro conmovido y curiosamente feliz. La sensación se parecía a una suerte de alivio, como si haber reído y llorado en aquel recinto junto a cientos de anónimos me hubiera liberado.
Caminé hasta mi casa intentando explicarme lo que sentía y una cuadra antes de llegar (no hay nada mejor que emprender caminatas en solitario para dar con respuestas incómodas) lo entendí todo.
Hijo del pensamiento científico y la razón, me tracé de inmediato una hipótesis. Si es cierto lo que dice el padre Miguel en la obra y todos tenemos una adicción, entonces mi sensación de liberación después de la extraña catarsis colectiva que acababa de vivir en el teatro era producto de haber dado el primer paso hacia mi rehabilitación.
Pero ¿qué vaina es? Si yo no soy adicto a nada ni necesito terapias. Me dije, y reconocí al instante en aquellas palabras la típica respuesta de un adicto galopante.
La rehabilitación de toda adicción comienza por reconocer que somos adictos. Esto parece elemental, pero no es nada fácil. De hecho, la mayoría de ustedes al leer el título de esta crónica habrán sentido al igual que yo en la sala del teatro una incomodidad y hasta la necesidad de reaccionar de alguna manera defensiva. Es posible que a medida que leen esta nota, tal como me sucedió a mí, sientan que efectivamente hay razón en la sentencia y somos adictos a algo, cualquier cosa. El reconocerlo junto a un grupo de personas en iguales condiciones pero desconocidas para nosotros, gentes que pueden darnos su solidaridad, pero nunca un juicio puesto que no nos conocen, nos lanza entonces, de acuerdo a la mayoría de las terapias para la recuperación de un adicto, al primero de los 12 pasos de, por ejemplo, Alcohólicos Anónimos.
De acuerdo, me imaginé diciéndole al padre Miguel en escena, sí, supongamos que tengo, no una, varias adicciones, pero antes de continuar ¿cuál es la suya?
Es probable que el personaje no tenga respuesta a mi pregunta, o si la tiene no me dé, después de todo, si algo podemos hacer una vez que nos reconocemos enganchados a algo, es mantenerlo en secreto.
Pero conocer las adicciones de otro no es en lo absoluto relevante, salvo para establecer comparaciones con las nuestras y ver qué tan normales somos y quiénes están peor (hábito común pero nada provechoso).
Y es allí que cabría enumerar que esa necesidad suya de enfrascarse en una discusión por política, es una adicción. La avidez por confrontar a la gente con sus defectos, también. La inclinación diaria a la queja, la reacción de indignación pasiva ante lo que pasa en el mundo, la urgencia por ver el noticiero, el chisme de celebridades, el lamento de oficina, el sexo, el café, el trabajo, el drama, el sufrimiento, la culpa, la fe, la autoayuda, los carbohidratos, todo esto en lo que a diario podríamos incurrir, cosas habituales y normales, con frecuencia son tan adictivos como la cocaína, los antidepresivos o el alcohol. Y muchas veces, por ser más difíciles de detectar sus efectos, pueden ser hasta más perniciosas.
El caso es que el padre Miguel, aunque me moleste admitirlo, estaba en lo cierto. Todos tenemos una adicción y queda de nosotros reconocerlo, identificarla y cambiarla por algún otro hábito que nos deje algo más que lo que tenemos ahora.
Somos esclavos de esos pequeños hábitos que nos distraen de nuestro propósito, de eso no cabe la menor duda. Y podríamos evadirnos un buen rato catalogándolos y diciéndonos que estar adictos a la información es mejor que emborracharse, que fornicar es más saludable que la cocaína o que es mucho mejor ver Al Rojo Vivo que tomarse un ansiolítico. Si quiere invertir su tiempo justificando su adicción como “menos grave” que la del resto, pues eso es problema suyo.
Yo por mi parte prefiero invertir mi tiempo en algo más asertivo y no huír de las señales. Compré los derechos de la obra de Broadway, de título “HIGH”, la dirigiré y además de todo, como terapia necesaria, interpretaré el personaje del padre Miguel (mi primer cura, que no se diga que uno no se sale de su zona de comodidad). Prometo además hacer mis deberes, identificar todo aquello a lo que me dedico para no tener que verme y lidiar conmigo mismo. Haré lo posible por luchar contra esa inclinación tan nuestra a autodestruirnos, y sobre todo, prometo terminar ya con este escrito antes que se parezca demasiado a un tratado de autoayuda, cosa que no pienso incluir entre mis múltiples adicciones.



Saturday, September 24, 2011

Tenemos que hablar


Así comienza una extraordinaria obra de teatro de Edward Albee que acabo de ver. La mujer entra desde la cocina secándose las manos. El hombre lee en la sala concentradamente. Ella pronuncia la sentencia. Él no se inmuta y continúa sumergido en el libro. Permanecen unos instantes en silencio y ella regresa entonces a su oficio. El público estalla en risas identificándose con la pareja. La obra prosigue entonces recorriendo la serie de temas que abarca la domesticidad, pero uno sobre todos me llama la atención. Ella le confiesa a su pareja de años que aunque es relativamente feliz hay algo, un no sé que, que continúa esperando y que no llega, algo que no le permite sentirse del todo satisfecha, por ejemplo en la cama, a pesar de que él le hace el amor bien, ella siente que no se la coge, y a ella, después de tantos años, de pronto le provoca que el tipo, buen padre y buen hombre, deje de ser tan bueno y le eche una cogida salvaje. Así, en esos términos. Yo, que no me van a cortar con ese vaso de cartón, pienso de inmediato, Claro, mamita, si el tipo te estuviera cogiendo sabroso, entonces querrías que te hiciera el amor con dulzura. Porque con ustedes, no me lo nieguen, la cosa es más o menos así.
Al día siguiente, aún con la obra dándome vueltas en la cabeza, acudo a una de las rutinas que más detesto: cortarme el pelo. Debo esperar mi turno tras un gordito con cara de buena gente. Me siento junto a una hermosísima mujer que espera ojeando un catálogo de cortes de pelo masculinos. El gordito le pregunta que qué cree ella, entonces entiendo algo sorprendido que se trata de la novia. Ella me mira y me pregunta quién me corta el pelo, yo le respondo que el mismo que está a punto de cortárselo a su novio y ella le dice al barbero ahora que así, más o menos como el mío, quiere que se lo corte al gordito. El pobre tiene el pelo grueso y rizado y bastante más corto que yo por lo que la petición, digna de una mujer, es de entrada imposible. El gordito se entrega a las manos del barbero que le da vueltas a la utopía mientras ella observa. Un gesto de resignación, sutil al comienzo luego más y más  evidente, se dibuja en su rostro de mujer hermosa. Ya para cuando el barbero está terminando el gesto es de rotunda decepción. ¿Y atrás cómo te parece, mi vida?, pregunta el gordito, inocente de todo. Depende de cómo te lo vayas a peinar, responde ella casi molesta. Como siempre, dice él, Debí suponerlo, replica ella de mala gana, Pues no sé, hágale algo así, como más moderno o algo, le pide al barbero. En unos instantes el suplicio termina y parece que al gordito le han sacado punta en la cabeza. El experimento, obviamente, ha fracasado, y ella, que esperaba que con el nuevo corte le entregaran a un novio nuevo, resopla en el colmo de la amargura. El gordito se dispone a pagar pero antes la mira como preguntándole qué fue lo que hizo ahora. Ella se detiene frente a el en una pausa escrutadora y eterna, luego mira al barbero y le dice, No podrá usted echarle un gelcito o algo. El barbero obedece y mientras me acomodo en la silla los veo salir tomados de la mano retomando la rutina clásica de una pareja promedio.
Razón tenía la protagonista de Albee, pienso, tendrían que hablar.

Friday, September 16, 2011

Mala Educación



Un estudio reciente colocó a las mujeres chinas en el tope de la lista en cuanto a sus capacidades como madres. Las estadísticas, como es de esperar, midieron el desempeño de los niños y jóvenes en varias áreas y concluyeron que estaban “muy bien preparados para enfrentar las demandas de un mundo globalizado”.
Esto normalmente hubiera pasado desapercibido para un occidental egocéntrico como yo, pero considerando, por un lado, que China promete en breve “regir el planeta”, y por otro, que toda madre (padre) que se precie de serlo se atormenta con las mil y una interrogantes sobre cómo guiar a sus hijos lo mejor posible para hacerlos los “hombres y mujeres del futuro”, el estudio cobró protagonismo entre el sinfín de informaciones con las que ese día me bombardeaba la web.
Más allá incluso, recorriendo la oferta de claves y tips de las chinas para ser mejores en el trabajo más difícil jamás planteado, por encima de los resultados del análisis, se colocó un controversial libro sobre el ejercicio de la (m)paternidad al estilo chino escrito por una tal Amy Chua.
La fulana Chua, y lo digo con el mayor tonito despectivo, el mismo que usa ella para descalificar a sus dos pobres y asertivas hijas ya creciditas, asegura que los occidentales somos bochornosamente complacientes con nuestros hijos y les permitimos perder enormes cantidades de tiempo en video juegos, tiempo libre y actividades extracurriculares. Tiempo que ella, como buen subproducto chino (nació y creció en USA), obligó a sus pequeñas a invertir en innumerables y constantes ejercicios de gramática y matemáticas y piano y violín y paremos de contar.
Chua, por ejemplo, obligaba a sus hijas a practicar en el piano una melodía hasta bien entrada la noche sin permitirles descanso para ir al baño o un vaso de agua, hasta que ellas la tocaran a la perfección. Otra de sus técnicas “maternales” cuando por ejemplo una de sus pequeñas le entregaba una tarjeta con un dibujo el día de su cumpleaños era tirársela de vuelta y decirles “no quiero esto, no te esforzaste lo suficiente, soy tu madre y merezco algo mejor que esta basura”. ¡Qué linda!
Por supuesto que la bruja Chua, o la “Madre Tigre” como ella misma se bautiza, ha recibido cientos, miles, millones de mensajes de odio de gente como tú y como yo, a quienes nos parece monstruosa su forma de ejercer la maternidad. Pero si vamos un poco más allá, si transitamos el terreno que se oculta tras la reacción obvia, ese que a mí me gusta recorrer buscándole la quinta pata a todo gato que se me cruce en el camino, las razones de la aversión hacia la Madre Tigre, y la causa por la que su libro homónimo se ha colocado de primero entre los más vendidos del planeta, es que Chua, aunque no nos guste, tiene algo de razón y mucha evidencia que la valida por encima de nuestra tendencia a complacer a nuestros pequeños.
En mis incontables conversaciones con mi mujer sobre la crianza de nuestro hijo, Mimi y yo hemos tenido, como cualquier otra pareja un sinfín de desacuerdos. Yo fui educado en los setenta en el colegio Venezolano Británico, dirigido por una vieja diabólica de apellido Dutton muy parecida a Chua. La Dutton y su esposo, a quienes debíamos llamar “el Sir”, aterrorizaban con violencia física y psicológica con la excusa de hacernos “los mejores estudiantes posibles”. Tal como Chua, exigían, castigaban y humillaban como parte del entrenamiento diario de primaria. Aquello siempre, incluso de niño, me pareció un horror, y aún hoy recuerdo vívidamente cuando la Dutton, estando yo en primer grado, sentó a mi amiga Carolina en un taburete alto y le colocó en la cabeza un sombrero de cono con la palabra “Dunce” (definido en diccionario como “persona estúpida y lenta para aprender”). Le explicaba todo esto a Mimi como justificando mi tendencia a dar siempre demasiadas libertades, pero Mimi me respondió con hechos concretos. Aún sin estar de acuerdo con los métodos, la exigencia, no puedo negarlo, me ha hecho un hombre productivo, un emprendedor y un hombre capaz de competir en cualquier circunstancia por el logro de mi meta.
Chua explica que esto es así, que sus técnicas han llevado a sus hijas a ser estudiantes de nota máxima, y que sin duda ellas serán parte del equipo de individuos responsables de regir el planeta en breve.
Esto, aunado con la estadística incuestionable que coloca a China como potencia que en breve superará a todas las demás, muy probablemente como consecuencia de lo logrado por las “insignes” madrecitas chinas, nos deja a los occidentales más que horrorizados por el detalle, perturbados por la evidencia.
¿Qué hacer entonces? Es la pregunta que me hago (nos hacemos) como padres.
En mi afán de dar con respuestas, me puse a buscar a mi amiga Carolina vía Facebook. Quería saber si la “mano dura” de los Dutton, tan parecida a la de Chua, había dejado en ella alguna huella, para bien o para mal. Quería saber si mi horror con esas técnicas eran una postura progresista o las impresiones de un niño hipersensible y mariquito (como me habría etiquetado Chua de haber sido mi madre). Por fin di con ella. Carolina vive ahora en Buenos Aires. Hablamos de la vida en general por el chat de FB y poco a poco le hice las preguntas que me inquietaban sobre nuestro pasado en común. Carolina me confesó que no recordaba el incidente del sombrero de cono, pero sí algunos otros. Me comentó que las técnicas de los Dutton no la habían hecho particularmente asertiva o competitiva, y por último me confesó que había tenido que hacer mucha terapia en su vida, y que aún hoy, no sabía por qué con precisión, pero no terminaba de ser una mujer feliz.
Me pregunté entonces si yo era un hombre feliz. Y podría decir que sí. Podría contar mis bendiciones y mis logros, que no son pocos, y podría estar satisfecho y feliz. Pero por alguna razón que, al igual que Carolina, todavía no termino de descifrar, una persistente sensación de haber desperdiciado gran parte de mi vida no me permite serlo del todo. La percepción es irracional, desde luego, pero está allí y no la puedo negar.
La pregunta entonces no es qué hacer como padres, la pregunta es ¿queremos hijos logrados o los queremos felices? ¿es eso acaso lo mismo?
Yo no dudo que en efecto las hijas de Chua sean las presidentas del mundo que habite mi hijo un día. No me resultaría para nada sorprendente que mi hijo vote por alguna de ellas en alguna elección y que las Chua le digan en breve a mi hijo lo que él debe hacer. Eso es bastante probable.
Sin embargo, y me disculparán la Chua y los Dutton, estoy seguro que mi hijo será mucho más feliz que ellas y sentirá por mí algo muy distinto a lo que ellas sienten hoy por su madre. Y eso me basta como respuesta.

Saturday, August 27, 2011

La tribu de los estúpidos

Aseguran los expertos que el país (el mundo) está radicalizado. Pero viéndolo bien, más que radicalizado, me parece que el mundo (el país) está “estupidizado”.
Con frecuencia toco en mis escritos el tema de la radicalidad, el fanatismo, el fundamentalismo de cualquier especie, porque no puedo evitar compararlos con plagas que asedian a una humanidad cada día más globalizada pero al parecer cada día más idiota.
Con la misma frecuencia recibo correos y mensajes de odio de estos grupetes que insisten en que yo soy un cómodo que debo tomar una postura y suscribirme a una de estas tribus porque es lo que el país (el mundo) exige en tiempos de confrontación.
La verdad, me parece que en tiempo de confrontación, el mundo (el país) exige un debate, sí, pero desde la razón y el sentido común, que no son nada cómodos ni comunes. Además siempre he sido un individualista y desde pequeño prefiero sacar mis propias conclusiones en lugar de pertenecer a un rebaño y adoptar conclusiones ajenas. Y si analizamos el asunto de la comodidad, nada me parece más cómodo que colocarme la etiqueta en la frente (sea cual sea) y salir histérico a la calle a lanzarle piedras al contrario. De esa manera no tendría que lidiar con mis problemas diarios, con mis errores individuales y no tendría nunca que tomar responsabilidad alguna sobre mi vida y mis desaciertos, pues siempre puedo culpar al otro bando de todo y lavarme cómodamente las manos. Tampoco tendría que trabajar como trabajo, ni idear nuevos proyectos ni construir nada realmente, porque puedo quedarme instalado cómodamente viendo las noticias o leyendo los chismes sobre el enemigo y seguir viviendo enardecido con la adrenalina del odio, cosa que ha sido siempre la norma del hombre primitivo. Concentrarme en el “ataque y la huida”, el nivel de respuesta de conciencia más básico según Deepak Chopra, es efectivamente lo que me parece más cómodo. Pero me van a disculpar, ni me retrato en grupo ni hago lo que me digan otros que haga para caerle bien a nadie, ni ha sido “la comodidad” nunca lo que me motive a la acción.
Es entonces que, racional como soy, me digo “claro, es que llegue tarde a las ideologías, debe ser eso lo que me critican…”, pero de inmediato me respondo: “…si las religiones, según éstos, son el opio de los pueblos, las ideologías son el cristal-meth, y yo, lo confieso, prefiero decirle NO a las drogas”.
Acto seguido, de nuevo guiado por la necesidad de racionalizar el asunto, llámenlo uno de mis defectos de personalidad, reviso con meticulosidad los hechos y los logros de cada tribu, a ver si es cierto que debo suscribirme a una de ellas. Logros, en realidad, lo que se dice logro, es decir, algo construido que me parezca beneficioso, no encuentro por ningún lado. Es allí que entro en acuerdo con los que aseguran que el fanático escucha sólo lo que quiere oír y apuesta siempre a la destrucción, pues es su naturaleza. Y no queda más que concluir que ningún fundamentalismo construye. Nada sostenido en la radicalidad es distinto al odio, y es el asunto entero todo lo contrario al debate racional que siempre me ha parecido la única salida posible para el país (y para el mundo).
De modo que reitero mi postura de hablar menos y hacer más, de construir siempre, de sacar solito mis propias conclusiones y no hacerle a otros lo que no quiero que me hagan a mí.
También concluyo que la radicalidad no es una postura, independientemente de la etiqueta que la corone, es siempre la misma estupidez.

Sunday, August 7, 2011

¿Tolerancia?


Ayer, y justamente en referencia a lo que escribo en este blog, alguien colocó en el twitter una invitación a leerme seguida por una suplica de tolerancia hacia mí, pues si bien, decía el twitt, “no estamos de acuerdo en muchas cosas que dice (que digo yo) aborda temas interesantes”. Debo confesar que la solicitud de tolerancia para conmigo me enardeció y me remitió a otros escenarios similares que en estos tiempos de juicios inmediatos y pedradas instantáneas son tan comunes.
Tolerancia. Me dije en voz alta. La sola palabrita siempre me ha chocado: Uno, desde su cúmulo de privilegios, tolera la existencia de otro. Como bien dice mi amiga Rummie Quintero, mujer transexual y activista por los derechos de su colectivo, yo, la verdad, no quiero que me toleren, ni siquiera me interesa ser aceptado o querido por todo el mundo, sólo respeto es suficiente. La “correctitud” política de la tolerancia, especialmente cuando es de la boca para afuera, oculta tras ella la más hipócrita discriminación.
Recordé entonces que hace un tiempo un compañero me reclamó el por qué no defiendía yo la libertad de expresión, Tú más que nadie tendría que estar allí acompañándonos en la causa. Yo me detuve entonces y observé lo que él llamaba “la causa”. Luego, como suelo hacer antes de reaccionar, pensé. Súbitamente este compañero, que, por poner un ejemplo es un consumado padre irresponsable que ni idea tiene del paradero de sus hijos, se había convertido, en su mente y la de su grupo, por decisión propia, en paladín de mí derecho a expresarme libremente. Volví a pensar mientras intentaba encontrar algo de credibilidad en él. La libertad de expresión NO es negociable y nadie me la puede quitar, eso está claro, es mi derecho, pero dónde quedan los derechos de los hijos de este señor, el derecho a un techo, comida, educación, salud, amor. La libertad no se negocia, pero tampoco lo demás, los derechos humanos vienen en paquete y no es que defiendes uno a cambio de otro, son todos juntos. ¿Con qué moral se puede defender la libertad de expresión, o cualquier otro derecho aislado y fuera de contexto, si ni siquiera se ha sido capaz de defender y velar por los derechos esenciales que les debemos a los niños que hemos gestado? Perdón, pero para ser realmente dignos y tener algo de credibilidad, hay que comenzar por tener un mínimo de coherencia entre lo que decimos defender y lo que en la práctica hacemos.
Le respondí entonces explicándole que, por mi estilo, mi característica “expresiva” y por haber dicho siempre lo que me ha dado la real gana, yo he sufrido de primera mano el cercenamiento de mi libertad de expresión en miles de arenas públicas y privadas. He tenido que torear la censura de leyes “constitucionales” y normativas de empresas privadas para los que mi “estilo” les resulta ofensivo o censurable. Y mi amigo me preguntó entonces por qué no estaba yo en su grupo, luchando por esa causa tan suya y tan loable.
Y ahora resulta, pensé, que para defender la libertad de expresión y el resto de mis derechos debo pronunciarme, manifestarme y decir exactamente lo que él, mi compañero, que respeto pero que nunca nombraría yo líder de ninguna de mis iniciativas, y su grupo de dudosa credibilidad, deciden que es lo correcto, lo necesario. Y si no hago lo que el grupo estima urgente y correcto soy esto o aquello, el diablo encarnado, pues. No me sonaba eso a libertad de expresión en lo absoluto, me sonó mucho más a una suerte de NeoMacarthismo que obliga de manera oportunista y muy poco inteligente a pensar y actuar del mismo modo que “el grupo” para defender “la causa”. Perdón, le dije, pero yo no me inscribo en ninguna línea “única” de pensamiento o acción, nunca me ha gustado pertenecer a ningún rebaño, y aun cuando respeto profundamente toda iniciativa que se lleve a cabo para defender o decir lo que se piensa, aun cuando comparto plenamente la misma idea en esencia, defiendo además mi derecho a pronunciarme y manifestarme de la manera en que yo lo decida, no tú, mucho menos tu grupo. Eso es libertad de expresión, algo que hemos venido ejerciendo mi mujer y yo desde hace muchos años a través de nuestro trabajo, por demás público y comprobable, y en contra de todo tipo de censuras, estatales y privadas. Y en última instancia, le dije para concluir al álgido tema, yo tengo la potestad de decidir en qué grupo me retrato, y tú y tu grupete pueden tolerarlo o no, eso me tiene sin cuidado porque no ha sido la tolerancia nunca algo que haya necesitado o deseado particularmente, pero eso sí, mis decisiones y acciones, te gusten o no, me las respetas, ¡carajo!

Thursday, August 4, 2011

El Espejo Africano

Para entender lo que somos hoy, dicen los expertos, tenemos que revisar lo que fuimos en el pasado, observar con atención nuestros comienzos más primitivos, nuestra historia, el origen de todo, pues no podemos comprendernos si no sabemos de dónde venimos.
Pensaba esto desde mi presumida postura intelectual mientras conversaba incidentalmente con la mamá del mejor amigo de mi hijo, originaria de un país de África en el que las tribus se enfrentan en guerras étnicas y la mujer es ciudadana de segunda. Ella, de notables capacidades y con un cargo de importancia, resultó la interlocutora perfecta el día de la piñata de mi hijo para tocar temas como el feminismo, la evolución de la mujer en la sociedad actual y cómo manejar la difícil coyuntura femenina de ser la jefa de un grupo de hombres entrenados dentro del más puro y primitivo machismo.
Como un capítulo de alguna serie de NatGeo, nuestro recorrido por el primitivo continente se inició cuando otra de las mamás presentes le preguntó a la africana sobre su esposo. Ella respondió que él trabajaba en Europa. La que interrogaba agregó que debía ser muy difícil eso de llevar una relación a distancia y ella, con su inglés con acento subsahariano y una enorme sonrisa de dientes blanquísimos respondió que a sus treintaytantos, estaba ya muy vieja para andar persiguiendo a un hombre y que la distancia, a diferencia de lo que muchos pensaban, podía ser el ingrediente clave para el perfecto funcionamiento de una familia.
El subversivo concepto dio pie a una larga charla sobre las relaciones y nuestros respectivos roles.
No es fácil que una mujer en África ocupe un cargo de poder. Las hay, claro está, pero sin lugar a dudas estas africanas influyentes deben ser mucho más inteligentes y sagaces que su contraparte masculina, deben acumular un currículum muy superior al  de cualquier hombre que ocupe un cargo análogo y naturalmente deben ser amas de casa insignes para no tener caída por algún lado y ser despiadadamente criticadas, explicaba. Sobre esto escuchaba en mi mente la voz del narrador de la serie que diría en perfecto acento neutro de locutor occidental: Sin contar con haber tenido que escapar a la mutilación de clítoris, el SIDA y la hambruna, esas calamidades exóticas que tanto nos horrorizan en occidente.
Lo que la mujer planteaba no me sorprendió, pero el ejemplo de la África primitiva me servía a la perfección para elaborar el análisis: Puede que lo parezca, que seamos más hipócritas y que intentemos igualdades de boca para afuera, síntomas inequívocos de nuestra disfuncional evolución, pero en la realidad la estadística de la mujer occidental, tan valiente y emancipada, no es tan diferente en referencia al colega hombre. La verdad es que las mujeres ganan menos que los hombres que hacen su mismo trabajo, trabajan más en la oficina y, por supuesto, en sus casas, y desarrollan el talento del multitasking para estar pendientes también de las clases de Karate y los disfraces de fin de curso de sus hijos. Y si ocurre que logren puestos de mucho poder y devenguen sueldos muy altos, lo más probable es que no consigan nunca una pareja que les de la talla o un hombre que simplemente se sienta cómodo al lado de una mujer que gana mucho más que él. Es así en África, en Venezuela y en Estados Unidos. A lo mejor será distinto en Dinamarca, pero a nadie le importa realmente la liberación de las danesas.
La gran diferencia, sin embargo, acotaba mi amiga africana elaborando sobre el ejemplo, es que la mujer occidental no sólo debe hacer todo ese trabajo, también se empeña en librar una batalla constante con el hombre para demostrar su poder. Al final, señalaba, es inevitable que queden exhaustas de tanta discusión, tanta lucha y tanto trabajo, y lo peor, sin haber logrado nada realmente.
Medirse con un hombre de tú a tú, lidiar con él y enfrascarse en una guerra de poderes no conduce a ninguna parte, mucho menos puede ser la base de la fracasada “liberación femenina”, proseguía ella y yo en mi mente me la imaginaba debatiendo el concepto con Gloria Steinem. A estas alturas, y considerando lo poco que han logrado a lo largo del tantos años, explicaba la africana, deberían las feministas comenzar por reconocer que cada quién tiene su rol. No somos iguales. Hay cosas que sólo el hombre puede hacer, así como hay aquellas que sólo nos corresponden a nosotras. Cuando en mi trabajo las cosas se ponen demasiado difíciles, bromeaba entonces, aún cuando sé que puedo resolverlas, digo que es cosa de hombres y los dejo hacer su parte. Les doy el poder y el lugar que ellos creen tener (y tienen) y cada quién se siente valioso y eficiente.
Normalmente escucho lo que los hombres tienen que decir, y créanme que en África dicen mucho, y evalúo la propuesta. Si tengo una mejor, pues la expongo. Si no, no tengo problemas en aceptar la propuesta del hombre y alabarla como la mejor. No intento imponer la mía sólo porque soy mujer, tampoco asumo que la de ellos es mejor sólo porque son hombres. Pero en esta validación de la mujer, la clave no es la igualdad, ni siquiera el respeto, mucho menos la lucha, lo verdaderamente crucial es la inteligencia con la que podemos y debemos manejar la situación por encima de los enquistados prejuicios para no hacerlos sentir menos a ellos y hacer prevalecer nuestro punto de vista. No es fácil, pero es posible. Aunque desde luego, agregó para concluir, yo defería ser la embajadora oficial y no lo soy porque soy mujer. En eso tendría que darle la razón a las feministas, no digo que no, por supuesto que estoy discriminada, pero sé escoger mis batallas y al final, una vez tendidos los hechos sobre la mesa, el embajador y todos mis compañeros de despacho, saben quién es realmente la que tiene el poder, aunque no sea del modo oficial.
Escuché atento y convencido de la enseñanza que podía dejar este espejo extraordinario traído del corazón de África en muchas mujeres desarrolladas si pudiera hacer pública su historia, y justo entonces llegó el momento de romper la piñata. Nuestra amiga confesó que no sabía lo que era una piñata y le explicamos entusiastas que se trataba de una linda tradición de fiestas infantiles. En ese momento cruzó tras nosotros mi hijo cargando una enorme Pantera Rosa de cartón. La africana se emocionó y salió al patio junto con el resto para ver de qué iba toda la algarabía.
Guindaron a la Pantera Rosa de una cuerda, la elevaron por encima del grupo de niños y mi hijo, normalmente muy pacífico, se armó con el palo y empezó a darle con todas sus fuerzas. Los niños excitados se turnaban y golpeaban a la Pantera cada vez con más frenesí hasta que la pobre colapso de rodillas. La más pequeña y dulce de las niñas gritaba enajenada “Dale, dale por la pierna, ataca la pierna que la tiene ya fracturada”, mientras otro hermoso pequeño gritaba del otro lado, “Al cuello, atácala por el cuello que es su punto débil, ¡decapítala!!!”. Efectivamente, la Pantera Rosa quedó sin cabeza, desmembrada, un brazo por aquí, la cola más allá, y justo cuando se calmó todo me topé con la cara de la africana. Estaba francamente horrorizada. Yo lo comprendí. Ella pensaría que nosotros, de este lado del mundo, la miramos con la alturita de mentón con la que miran los “evolucionados”, y sin embargo, una “hermosa tradición” infantil era descuartizar con violencia un personaje entrañable.
Ella, especulé, se preguntaría quienes eran los salvajes, los primitivos, los machistas, y comprendería esta inclinación tan occidental a la violencia, no como herramienta para sobrevivir, sino como tradición o deporte. Yo no hubiera sido capaz de responderle. No hubiera podido explicarle por qué lo hacemos.
Miré los restos de la Pantera Rosa esparcidos en el patio y entendí que en realidad somos primitivos de tradiciones salvajes y conducta tribal, aún tras la más sofisticada máscara de desarrollo y mundanidad. Comprendí por qué aún discriminamos a la mujer, por qué nos sentimos mejor mirando a África por encima del hombro y por qué necesitamos tanto a un enemigo para volcar en él nuestro autodesprecio.
Al rato me despedí de mi amiga africana con un apretón de manos y una vergüenza de lo más occidental.

Sunday, July 31, 2011

El Niño Gay

“You were born this way, baby”. Lady Gaga

En 1965, cuando su hijo Kirk tenía apenas 5 años, Kaytee Murphy vio a un psiquiatra en un programa de televisión hablando sobre el desorden de identidad de género en los niños y cómo era posible, si su hijo sufría del “síndrome del niño afeminado”, someterlo a tratamiento y “curarlo” de su potencial homosexualidad. En el programa, el experto ofrecía una lista de 10 características, si el pequeño tenía al menos 5 de ellas era “oficial” que el niño sufría del síndrome y muy probablemente terminaría siendo un hombre homosexual.
Para entonces, cómo lo es en algunos círculos aún hoy en día, se señalaba a la madre como la única responsable de la “enfermedad mental” de la “homosexualidad” de sus hijos varones. De allí que Kaytee, sintiéndose enormemente culpable del comportamiento de su hijo, buscara desesperadamente ayuda para remediar sus “errores”.
A esa edad, cuando los niños juegan desprejuiciados sin pensar siquiera en lo que está bien o mal, en lo que se debe o no, en esa etapa en la que nada de lo que se hace tiene grado alguno de malicia y es la inocencia la protagonista de la diversión, Kirk, en lugar de jugar con una Barbie como hubiera preferido instintivamente, comenzó a ser tratado con una terapia experimental bajo la tutela del psicólogo George Rekers.
Rekers, quien además de psicólogo es ministro ordenado de la Iglesia Bautista (asunto que traeré a colación más adelante), le aseguró a la incauta madre que de Kirk cumplir con su tratamiento erradicaría de su conducta el elemento femenino y crecería para ser un hombre heterosexual “normal”. Y Kaytee encontró en él el camino de la expiación de sus culpas y tal vez la solución a la vida de su adorado pequeño. No fue así, sin embargo. No fue así en lo absoluto.
Cuando el tema de los hijos homosexuales salió a colación en uno de mis programas de radio mientras conversaba con mi amiga Cristina Valarino, una irreverente psicóloga, ella dijo sin mucho aspaviento, “Señora, si a su hijo le gusta jugar con muñecas, es muy probable que sea gay. Asúmalo cuanto antes y déle las herramientas para ser un hombre feliz… y gay”. Su declaración la hizo blanco de un sinfín de llamadas, insultos y descalificaciones de todo tipo. Pero yo, que suelo ponerme siempre del lado del que recibe la pedrada, estuve de acuerdo con ella.
No obstante, el tono desesperado de las madres que llamaban al programa pidiendo la solución para sus hijos “afeminados” me produjo una enorme inquietud. Tal como Kaytee, la mayoría de esas mujeres se sentía inmensamente responsable de que sus hijos varones se comportaran como niñas y estarían, como lo estuvo Kaytee, dispuestas a cualquier cosa, cualquier alternativa o terapia para remediarlo.
Y cómo no comprenderlas, si es algo habitual ver a nuestros amigos con hijos pequeños plegarse al diagnóstico de estos “especialistas” y drogar a sus niños creativos sólo porque no prestan atención a temas aburridos en colegios negligentes. Cómo no comprender que una madre esté dispuesta a someter a su hijo a un tratamiento experimental si con él le erradicarán la homosexualidad, que a sus ojos lo hará infeliz, y con ella su “culpa” en el asunto.
El caso es que Kirk estuvo en tratamiento por un buen tiempo. Cada comportamiento femenino que desplegaba era severamente castigado y cada salida de “machito” se premiaba, como si del perrito de Pavlov se tratara. Y así creció, convencido y convenciendo al mundo (al menos de la boca para afuera) de que era un hombre “normal” y curado de esa “abominación” (término favorito de los bautistas).
Pero como nada en la vida es así de simple y todo lo que hacemos tiene sus consecuencias, en el año 2003, luego de una larga agonía interna de la que pocos, si alguno estaban al tanto, Kirk se ahorcó y dio por terminado el terrible y difícil asunto de vivir su propia vida. Kaytee quedó destrozada, como es natural, y recientemente, convencida de que la dolorosa decisión de Kirk fue producto del tortuoso tratamiento de Rekers, decidió hacer pública la historia con la esperanza de que otros niños gay y sus familias no tengan que vivir el mismo horror.
Reker, que ha citado desde los setenta a Kirk como el “experimento exitoso” en sus extensos estudios sobre cómo curar la homosexualidad, lamenta hoy su suicidio pero no se hace responsable. Insiste en que el tratamiento funciona y que la homosexualidad se puede curar.
Ahora bien, a todas las madres que aún preferirían un hijo torturado y aparentemente heterosexual que uno feliz pero gay, les comento que entre las cosas que el psicólogo niega está el haber contratado un trabajador sexual para que viajara con él a Europa, lo desmiente aún cuando fue fotografiado con el guapísimo efebo alquilado a su regreso de su viaje “romántico”. Al parecer, la terapia que él asegura que funciona en otros no ha tenido mayor efecto en la homosexualidad que guarda bajo llave en su propio clóset.
Aún removido por esta terrible historia, y con las voces de angustia de mis radioescuchas aún en la cabeza, recuerdo la afirmación de Cristina y me pregunto una vez más ¿qué tiene de malo que nuestros hijos sean gays? ¿Hasta cuando la tontería? ¿Mandaríamos a nuestros hijos morenos a una terapia para ser blanqueados? ¿Los someteríamos a una tortura para que cambiaran el color de sus ojos o se le alisara el cabello? ¿Van a venirme de nuevo con la cita de la Biblia esa que ustedes nunca se han leído? ¿Vamos a escuchar la opinión de una Iglesia plagada de pederastas respecto al tema? Y es aquí que traigo de nuevo a colación el que Rekers sea ministro Bautista, pues es esa la iglesita diabólica que citando la Biblia acude a los funerales de los soldados americanos y hasta de el Elizabeth Taylor a proclamar que “Dios los tiene ardiendo en el infierno” por homosexuales o por luchar contra el SIDA, como en el caso de Liz.
Creo que en un mundo de especialistas instantáneos con narcisismo galopante es el momento de tener extremo cuidado con los diagnósticos que se hagan a nuestros hijos y con las etiquetas que les coloquemos.
¿No sería mejor, tal como recomendaba Cristina, que tomemos conciencia del tema, aceptemos nosotros la realidad de nuestros hijos y sencillamente les demos las herramientas para sentirse orgullosos de lo que son, para que no sean discriminados por nadie, para que sean, por encima de las etiquetas y los prejuicios, felices?
Esa sí sería una buena y efectiva terapia.

Esto y mucho más en la revista SexoSentido de Agosto.