Monday, March 28, 2011

Infiel, con premeditación y alevosía


Una de las únicas verdades expresadas por el hombre en pareja, cuando sucede el inevitable encuentro incidental con terceras, es “Mami, no significó nada”. Eso es en la mayoría de los casos una verdad absoluta. Por lo general ni el nombre del accidente se desea recordar, y con frecuencia éste magnifica (con culpa, con castigo, con razón) el amor por la pareja y el valor del hogar. Sin embargo, cuando es la mujer la del encuentro, y esto coincide con que es ella una de tantas que se confiesa monógama, moral y de principios, la cosa toma visos escalofriantes. Llegado ese punto no hay vuelta atrás. El perdón es casi imposible y ya nada será lo mismo, porque en este caso, y ustedes lo saben, el incidente no sólo significa algo, lo significa TODO.
Las causas de esta brutal infidelidad “en primer grado” son dos. La primera, estas mujeres, tan bellas y extraordinarias, tan nobles y leales, son mayoritariamente incapaces de tener sexo casual sin consecuencias (que es el sexo necesario para el éxito de una infidelidad). La segunda, la más grave, está directamente relacionada con sus expectativas. Y aquí me permito elaborar, porque una de las pocas cosas que me ha dejado claras mi Sexo Sentido es que ustedes no sabe lo que quieren. Van por la vida en gerundio, queriendo, buscando, anhelando esto y aquello, la felicidad, pues, sin importarles realmente conseguir, encontrar o satisfacer. Como si de su misión se tratara. Una misión que en fondo no tienen la más mínima intención de concretar. Como temiendo que llegar a la total realización les restara el empuje femenino. Desde luego, son exitosas y autosuficientes. No nos necesitan ni siquiera para procrear. Y yo les pregunto entonces ¿por qué esa obsesión galopante por encontrar al macho que las gobierne? ¿Es una deformación genérica o es que les somos imprescindibles para señalar al culpable de la insatisfacción crónica que las embarga? Claro, quién si no el Frankestein de turno es el único responsable de la falta de romance, de la ausencia del detalle, de la vuelta de las endorfinas a su cauce habitual, de la muerte del amor, del tedio y la rutina y pare usted de contar.
Cuando el Frankestein es el esposo, ése con el que armaron el parapeto de ceremonia, al que juraron amor hasta que la muerte los separara frente a sus amigas muertas de envidia, ése que les regaló el anillo y les dijo que las amaba, aunque fuera mentira y ustedes lo supieran, la cosa se vuelve el caldo perfecto para la gestación de la abominable infidelidad emocional.
Así pasa que el príncipe muestra su verdadero rostro (es decir, ustedes dejan de engañarse) y el pobre hombre se empantufla y adopta, como es natural, su rutinita. Ustedes comienzan a darse cuenta del error que cometieron.  Comienzan a odiarlo secretamente por ser éste incapaz de hacerlas felices, como si el pobre sujeto hubiera tenido nunca esta capacidad, hasta que el odio se magnifica a alturas inalcanzables. Ustedes, tan esposas y tan nobles, nunca asumirán que lo detestan y jamás descenderán de sus alturas para gratificar urgencias con algún monstruo anónimo. De modo que continuarán haciendo sacrificios de amor para salvar lo insalvable, tendrán hijos, perdonarán cachos y sufrirán en secreto.
Pero tarde o temprano llega el día. Aparece otro (prácticamente idéntico al imbécil primero, pero que verán como su opuesto) que les hará la oferta de sus vidas y en el momento justo (porque con ustedes todo es cuestión de tino) “Yo si puedo darte lo que tu quieres, no como el bolsa de tu marido”. Las valientes y sacrificadas mujeres fieles, atizadas por el comentario que les retumbará por días y semanas en cerebros y vaginas hasta desordenarle nuevamente las endorfinas, prepararan el crimen perfecto. Se enamorarán así del verdugo, volcarán en él todas sus emociones reprimidas y se vengarán despiadadamente del hombre que juró hacerlas felices y fracasó rotundamente.
Habrá alguno que perdone, habrá el que sienta que aquello no se compara con sus cientos de engaños, habrá alguno incluso que se sienta aliviado al encontrar por fin justificación a sus traiciones, no digo que no. Habrá la que diga que le fue infiel precisamente porque lo amaba. O la que descubra en su mala acción un paraíso de placeres ocultos y se torne cada día más parecida a su víctima. Habrá, por supuesto, divorcios y odios vitalicios. Podría incluso suceder, de hecho creo que es lo más común, que la misma dama traicionera no sea capaz de perdonarse a sí misma. Aun cuando tenía sobradas justificaciones para actuar como actuó, aun cuando nadie merecía su fidelidad ni su sacrificio, la extraordinaria mujer terminará con su relación estable, probablemente termine también con la clandestina, y peor aún, víctima de sus propios prejuicios puede que hasta justifique que el exesposo se divorcie de sus hijos y tenga que cargar ella con la familia entera y con las demás consecuencias de haber sido infiel.
Y todo este drama, digo yo, por no ser capaces de tener un “quickie” en la oficina.

¡Nos vemos en el teatro en abril!

NO ERES TÚ, SOY YO
Funciones Especiales sáb. 2 de abril 8 pm, dom. 3 de abril 6 pm
Entradas en TuTicket



A 2.50 LA CUBALIBRE
con Luis Fernández como La Caimana
Sáb. 2 de abril 10 pm, dom. 3 de abril 8 pm
Entradas en TicketMundo

CABARET
Teatro Teresa Carreño
Desde el 7 de abril
Entradas en SoloTickets
Magno Producciones

Wednesday, March 23, 2011

Tomando postura



Dos cosas alarmantemente recurrentes me horrorizan, especialmente en estos tiempos que vive el planeta.
La primera, la superficialidad.
En esta era globalizada, pareciera que “googlear” un tema, como si de una pildorita de sabiduría se tratara, nos hiciera expertos instantáneos en él. Si la búsqueda en Internet la hiciera mi hijo de 8 años, y girara en torno al habitat de un caracol, ganaría algunos puntos en el colegio por ser un “investigador”. Pero cuando el botón de “search” lo presiona, digamos, un comunicador, un periodista, un gerente o presidente de alguna cosa, alguien con alguna clase de impacto en algún grupo, grande o pequeño, cuando la búsqueda la hace sobre un tema relevante que debe ser debatido en profundidad y desde la razón, y cuando esos datos instantáneos son usados por el individuo en cuestión para crear en su fanaticada la ilusión de ser un conocedor en la materia y propiciar una cadena de dimes y diretes sin base real, el premio al “investigador curioso” se convierte en todo lo contrario: un peligroso jueguito de espejismos y gratificaciones de frágiles egos que nos conduce sin falta al despeñadero de la manipulación.
La segunda, el tribalismo.
Hemos permitido cómodamente que en lo que va de siglo se haya puesto de moda la infame práctica de armarse en grupos para enfrentar contrarios. Algo característico de los hombres más primitivos es hoy, en pleno siglo 21, una práctica no sólo habitual sino exigida por algunos como condición para existir.
La necesidad de inventarnos un enemigo para poder emprender batalla en su contra y así distraernos de las batallas que necesariamente deberíamos estar lidiando con nuestras propias fallas para evolucionar, se ha vuelto una necesidad primaria. En ese afán, lo clásico resulta entonces colocarse una etiqueta y colocarla en el otro para catalogarlo e inmediatamente aceptarlo o apedrearlo. Y no por coincidencia resulta este título un ejercicio trivial que asegura que no habrá debate profundo ni racional sobre nada que pueda peligrosamente sacar a flote cosas de las que preferimos no hablar.
No sé si estas dos cosas que continúan horrorizándome a diario tienen algo que ver con esta revista. No sé ni siquiera si comentarlas resulte apropiado o si peco de autoindulgente y las evalúo aquí en una suerte de catarsis egoísta. Pero honestamente, en el contexto que sea, me parece necesario que hablemos de estos temas.
Me gustaría preguntarte ahora si eres capaz de pensar por ti misma y sacar tus propias conclusiones o si prefieres acatar cómodamente el dictamen de tu tribu. Me gustaría preguntarte si buscas la evidencia detrás del rumor que te comentan o si eres de las que los das por cierto porque te entretiene el chisme. Me gustaría de hecho, y mucho, que me respondieras. Pero no tienes que hacerlo. Puedes pasar la página y sumergirte en los tips para felar.
Yo cumplo con reiterar una vez más que no acepto confrontación superficial sino debate constructivo y que no pertenezco a ninguna tribu porque desde pequeñito pienso por mí mismo y he aprendido a sacar mis propias conclusiones. Y si me tengo que grabar un slogan en la frente porque debo tomar una postura, me grabo el siguiente: “Deja la habladera, trabaja y prospera”.

Friday, March 11, 2011

Católicos Anónimos


Una historia inspirada en hechos reales

"Si el eclesiástico, además del pecado de fornicación, pidiese ser absuelto del pecado de contra natura, deberá pagar 219 libras, 15 sueldos. Mas si sólo hubiese cometido pecado con niños o con bestias y no con mujer, solamente pagará 131 libras".
Canon segundo de la Taxa Camarae, promulgada por el Papa León X.


En estos tiempos decadentes, es normal escuchar decir a alguien que en toda familia hay un marico. Antes, cuando las cosas eran “mejores”, la gente comentaba que en toda familia había un cura. Es el caso de Jesús Segovia. Chucho, como le decían entonces, entró al seminario a finales de los sesenta. Estaba siempre bien vestido y le gustaba Sinatra, pero abandonó los placeres mundanos para dedicarse a la religión. Allí pasó años felices junto a Sergio y González que como él eran hombres de fe y gustos exquisitos. Rezaban juntos, comían juntos, se bañaban y dormían juntos en aquella casita, que habían decorado primorosamente a lo Martha Stewart, donde funcionaba el seminario. ¡Qué tiempos aquellos!, solía recordar el padre Segovia años después de que los enviaran convenientemente a parroquias distantes. Cómo añoraba las charlas, los rituales (que siempre fue el padre Segovia apegado a las tradiciones más antiguas de la iglesia), los rezos en lenguas muertas y los besos en lenguas vivas, los hombros del padre Sergio, tan deportista, las manos del padre González, enormes y de Barlovento. Eran esas añoranzas las que hacían que el padre Segovia se enajenara de la realidad mientras daba el catecismo y adquiriera ese aire Agnes-de-Dios, melancólico y de santidad, que tanta confianza inspiraba. Con el tiempo, y dados su talento y vocación de servicio, el padre Segovia fue nombrado subdirector del colegio. Su agenda se fue llenando gradualmente de un sinfín de actividades con los muchachos. Sus técnicas de enseñanza eran admiradas por colegas y representantes pues quedaba claro que, en efecto, había nacido para esto. Las madres más abnegadas se disputaban el cupo de sus hijos en la sección de Segovia y prácticamente todos fueron iniciados por su catecismo tradicional. Rezaban el padrenuestro en latín y oraban por un mundo libre de pecado, de herejías como el feminismo y la homosexualidad y esos virus horrendos que diezman la fe de las masas y nos condenan al infierno. Planeaba también excitantes excursiones a sitios recónditos, donde podían estar en contacto con la naturaleza, bañarse desnudos en el río y cantar alabanzas al Señor. Organizaba interesantes debates sobre la Santísima Trinidad y el sentido cristiano de la abstinencia, y para captar la atención de los adolescentes llevaba hábilmente la discusión a los lugares menos convencionales, por ejemplo, a las duchas luego de un partido de fútbol; allí explicaba a la importancia de controlar el desorden hormonal y la inclinación diabólica al pecado carnal con tanto detalle que ocasionalmente debían interrumpir la disertación por la erección extemporánea de alguno de los más impetuosos. Y, claro, estaba la enseñanza del catecismo que se negó a abandonar por considerar que era esa la raíz de todo. Y es que era cierto, allí, mientras catequizaba inocentes, podía el padre Segovia cumplir con su verdadera misión de vida: señalar ateos y pecadores con el mismo dedo que terminaba en la entrepierna de sus niños. Hubo denuncias, claro. Por los años ochenta varios de los muchachos de Segovia contaron cosas de su dedo impertinente, de la forma como les susurraba al oído, de su hábito de apretarlos contra sí sosteniéndolos del costillar. Hablaron de cómo se los sentaba en las piernas, y hasta llegaron a describir su miembro, santo, enorme y cubierto de lunares. Pero lo hicieron en el confesionario, justo antes de comulgar por primera vez, y es por todos sabido el respeto de nuestros sacerdotes al secreto de confesión. A todos les pusieron penitencias y los conminaron a irse a casa en silencio y a no pecar más.
El querido padre Segovia murió el año pasado. Cuentan las malas lenguas que el capitán del equipo de fútbol del colegio amenazó con denunciarlo y el estrés le provocó un infarto. Lo cierto es que allí “yace un hombre santo”, como reza su epitafio. Aunque sobre su cuerpo corrompido, además de la loza y la tierra, están el millón de dedos de sus víctimas que del mismo modo lo señalan.



“El 23 de febrero de 2004, el Padre Geoghan, que cumplía condena por el abuso sexual de un menor, fue estrangulado por uno de sus compañeros de celda. El ex sacerdote de la arquidiócesis de Boston, de 68 años, esperaba juicios civiles por el abuso sexual de al menos 147 menores durante los años que ejerció el sacerdocio.
La arquidiócesis de Boston, que conocía de las inclinaciones predatorias de Geoghan y que durante años sólo lo mudó de parroquia para mitigar potenciales escándalos, pagó en septiembre de 2003 diez millones de dólares a más de ochenta de las víctimas de Geoghan.”
The Boston Globe

Saturday, March 5, 2011

Hermanitas del pecar


Así las bautizó Quevedo, y yo, salvando las distancias, reconozco que a mí también me gustan mucho las putas.
No como cliente, cosa que no dudaría en ser si me hiciera falta un día, sino como admirador de esa desesperanza, como hermano de otra vida. Me gustan sus modos, me gusta la manera como desafían a los transeúntes que pretenden ignorarlas para no preguntarse cosas, y hasta la forma que toma su autodesprecio me gusta. Me atrae. Me fascina.
Y no soy el único, eso es seguro.
Ellas han fascinado por igual a reyes y bastardos, a intelectuales y descerebrados, a maleantes y sacerdotes, desde que el mundo es mundo.
Lamento tanto no haber tenido que acudir a los burdeles, no haberme dejado alumbrar por las luces rojas de carretera, no haber pasado el susto del posible asalto en los desvíos de camino que iban a dar a aquellos divinos avernos que Chalbaud bautizara “El pez que fuma” o “Les Moulin Rouges de Obsidiana”. Cómo me hubiera gustado conocer a La Garza, emborracharme con ella viendo el streap-tease de La Satánica, llorarle un despecho y que ella me dijera que “un hombre enamorado se vuelve mujer” y esas cosas. Pero es demasiado tarde. Las hermanitas del pecar están ahora en Internet, vienen en delivery, o en el mejor de los casos esconden su carita resignada a la desgracia detrás de la voz en el teléfono o el aviso clasificado. Ya no hace falta el riesgo, se puede cómodamente evitar el peligro de lo prohibido que tan bien adereza el sexo profesional. Sólo las más valientes o las más desesperadas son esquineras, y del ritual de visita al burdel no queda, para los aventureros de mi generación, más que una vuelta a la manzana en el carro, si acaso un cambio de luces, un cambio de palabras por la ventana, un polvo express en la Cota Mil. Nada.
El otro día me crucé con una puta senegalesa en la Casa de Campo de Madrid. La vi porque un grito de “apártate de la calle negra de mierda” llamó mi atención hacia ella. Iba con las tetas al aire y unas “braguitas” turquesa que se estiraban hasta el límite intentando abarcar el par de nalgas de piedra que coronaban sus piernas interminables a media espalda.
Ella hizo un gesto que en argot subsahariano significaría una mentada de madre, y era hermosa en verdad. La belleza de una sobreviviente. Me recordó a un transfor espectacular, vecino de La Libertador, con el que solíamos intercambiar saludos Mimi y yo, y que no por casualidad se apodaba “la Mimilazo”. La recuerdo una noche, enfundada en una licra de cuerpo entero con aberturas horizontales que dejaban ver su piel de india gruesa y brillante. Mimi me pidió que me detuviera y le preguntó dónde había comprado el modelito. A la Mimilazo se le iluminó el rostro, no porque la pregunta se la hiciera Mimi, sino porque alguien se detenía y le preguntaba algo distinto al monto del polvo o de la mamada. En ese momento la Mimilazo cobró vida, una vida como he visto pocas veces. Respondió divina que ella misma se diseñaba la ropa, que pensaba montar un taller de costura y de paso celebró el vestido de su diva. Mimi se lo regaló al instante y ella, estoy seguro, recuerda el momento hasta el sol de hoy, porque en más de una ocasión la vimos desfilar por la pasarela de La Libertador, con gracia y desenfado, el modelito de la Mimi Lazo original. Los ojos maquillados, un día con escarcha, otro con negro absoluto, pero siempre con la mirada hermosa de quien está sobreviviendo.
Hubiera podido también saludar a la africana. Le hubiera preguntado su nombre. Hubiéramos dado un paseo por los jardines de este burdel sin puertas.
Hubiera podido expresarle mi simpatía, mi solidaridad, mi aprecio.
Hubiera podido decirle que yo sabía que existía, que la había notado y que, aunque no quería acostarme con ella, me parecía hermosa y viva. Por supuesto no lo hice. Y no lo hice por la misma razón por la que la mayoría las ignora: nos parecemos demasiado.
Habré sido yo en otra vida una puta senegalesa. O es que en realidad, reconozcámoslo o no, pertenecemos todos a esta hermosa, enorme y antiquísima hermandad del pecar.

Thursday, March 3, 2011

La casa de la felicidad



Deepak Chopra define la felicidad como un cuarto de tu casa, por el que pasas de vez en cuando, pero en el cual no puedes vivir eternamente. La metáfora me ha rondado desde hace mucho y durante ese tiempo me he preguntado con frecuencia cómo, de ser posible, puede uno remodelar la casa, tumbar las paredes y construirse una tipo “loft” en el que el dichoso cuarto de la felicidad abarque todo, el estar, la cocina, el baño, todo. Más aún, me he preguntado también si de pronto podemos llevar esa remodelación más allá incluso y hacer que influya sobre el jardín de la casa, la oficina, el carro y las casas futuras de nuestros hijos, me planteaba ambicioso. Tiene que haber, me decía, algún elemento, alguna práctica, algo, por insólito que sea, que funcione a tal fin. Sin darme mucha cuenta, mi desmedida pretensión me dio la clave que no veía por tenerla en mis propias narices.
Desde que tengo uso de razón he escuchado decir que la ambición es algo malo. “Fulanita es una ambiciosa, no le interesa sino lograr sus metas, es despiadada en cuanto al cumplimiento de su objetivos”, y paremos de contar. Nuestra religión, o al menos la religión en la que pretendieron formarnos y a la que dices pertenecer aunque sea de la boca para afuera, refuerza la idea considerando la ambición como un pecado.
Por esta razón, como soy ambicioso por naturaleza y crecí inmerso en las disfunciones de la clase media y la religión católica, oculté durante años mis sueños desmedidos, mis anhelos “imposibles” y mis deseos de grandeza como algo vergonzoso y aberrado, pensando, cosa común entre los pobres de autoestima, que era un defecto horrible que debía erradicar.
Sin embargo, con el tiempo, y gracias a una inclinación al análisis de los lugares comunes que, gracias a Dios, también me viene de fábrica, he dado con algunas verdades irrefutables con las que me permito hoy derrumbarles los adjetivos que en torno a la ambición se han grabado ustedes primero, buenas ovejas del rebaño, para luego enseñárselos a sus hijos.
Lo primero que en este punto me planteo es un par de preguntas. La primera: ¿Qué es un hombre/mujer sin ambiciones? La respuesta que viene a mi mente de inmediato: Un funcionario promedio de la clase media. La segunda: ¿Es feliz ese/a hombre/mujer sin ambiciones? La respuesta evidente: No.
El sujeto que va por la vida sin pretender ser más que lo que es, enmarcado en las enseñanzas de una sociedad que poco apuesta a la evolución y una religión poco inclinada a responder preguntas sensatas, no es feliz, eso sin lugar a dudas, tampoco, y me perdonan, la falta de aspiraciones lo hace de ningún modo una ”buena persona”. Si acaso todo lo contrario.
Pero lo que sí es este sujeto, además de infeliz, es un ser resignado, de modo que resulta un individuo muy cómodo para el status quo porque si bien no aporta nada, tampoco da problemas. La máxima esperanza de este ciudadano promedio será conseguir una esposita o un peoresnada, según el caso, casarse con una celebración modesta, comprarse un apartamentito donde apenas cabrán los vástagos y continuar el resto de su vida siendo infiel, pagando cuentas y disfrazándose de persona respetable, como se estila, como es tradición. Como no es ambicioso, sus vecinos lo considerarán generoso. Como no tiene aspiraciones su jefe (que sí las tiene) lo tomará como un empleado modelo. Y como no es dado a escándalos y notoriedades, sus líderes políticos y religiosos lo ensalzarán como un buen ciudadano. Y terminará el pobre sus días habiendo vivido una vidita promedio que poco deja como legado y que nunca objetivamente fue, por mucho que sea el autoengaño, una vida feliz.
La única posibilidad de ser feliz, descubro hace poco, se basa en tener metas. Por grandes e imposibles que parezcan a terceros, la meta nos supone una vida con sentido y propósito, concepto sin el cual la felicidad es absolutamente imposible. Ahora bien, no es lograr la meta en sí lo que nos hace felices, desde luego. Lo que produces la felicidad concretamente es vencer los cientos, miles, un millón de obstáculos que a lo largo de nuestras vidas se nos presentarán en el camino que nos conduzca al logro de la meta final. Sólo así puede un individuo encontrar la felicidad, independientemente que al final logre su cometido o no.
Y es la ambición, tan condenada en el círculo de los resignados, el combustible que nos impulsa por este camino plagado de obstáculos que el hombre ambicioso ve como un camino colmado de oportunidades para vencer impedimentos y ser, a cada paso, feliz.
Basta con observar a la gente que admiras, a tus líderes espirituales, a tus artistas favoritos o a la gente que, pública o secretamente, quisieras ser, para darte cuenta de que se tratan, sin excepciones, de personas enormemente ambiciosas, consideradas probablemente rebeldes, ejemplos únicos que rompen tus modestos paradigmas, excepciones de éxito y riqueza, personalidades consideradas por muchos como “conflictivas”, y sin duda hombres y mujeres mucho más felices que tú.
Ver que la sociedad y la religión condenan, difaman y censuran a estos individuos exitosos nos da también una clave de extraordinaria importancia: ni la sociedad como la conocemos, con su doble moral perniciosa e imbécil, ni la religión dogmática y fundamentalista que predican a gritos algunos por ahí, apuestan a nuestra felicidad. De ninguna manera.
De modo que si somos ambiciosos, hará que alegrarse y asumirlo con orgullo. Si tenemos metas que nuestros amigos consideran imposibles, habrá que divulgarlas. Si nos salimos de los patrones conocidos, esos que nunca han servido para hacer feliz a nadie que uno conozca, habrá que aceptar que hablen mal de uno y disfrutar entonces de nuestra mala reputación. Al fin y al cabo estas son inequívocas características de la gente feliz.

Tuesday, March 1, 2011

"Hora Menos"

La película dirigida por Frank Spano y protagonizada por Luis Fernández, la española Rosana Pastor (Premio Goya por "Tierra y Libertad" de Ken Loach) y Erika Santiago, a estrenarse en noviembre de 2011, fue seleccionada en competencia oficial en el prestigioso Festival de Cine de Malaga, en su edición de este año.

http://www.horamenos.com/

El culo del Iceberg


Marzo es particularmente crucial para mí porque a mitad de mes cumplo años. Y no lo digo porque sea yo de tortas, celebraciones y esas mariqueras. Lo es porque justo alrededor de la fecha, exactamente unos 40 días antes de “celebrar” un año más de vida, suele activarse automáticamente una suerte de mecanismo de autoanálisis del que pocas veces salgo ileso.
Hoy, inmerso en esta cuarentena, decido compartirlo contigo por dos razones. La primera, porque sé que a ti también te sucede. La segunda, porque supongo que mientras más conciencia tengamos de lo que vivimos, más sentido tendrá vivirlo.
El caso es que entrando en este período he podido comprobar que los acontecimientos que marcaron nuestro año, los grandes logros y las grandes batallas emergen a la superficie como si de ineludibles icebergs se trataran, y uno, intentando como es costumbre enrumbar la nave de nuestras vidas, debe sortearlos para no estrellarse, verlos pasar hasta quedarse atrás y continuar navegando hacia el destino que nos hayamos trazado. Al menos eso es lo que hasta hoy había hecho. Sin embargo, llamémosle madurez por ponerle título, este año decidí aproximar mis icebergs particulares de forma distinta.
Si bien mis logros del año (los iceberg de la izquierda, señalo) han sido buenos, algunos incluso vistosos y hasta celebrados (puedo ver a una “fan” tomarle fotos desde la cubierta), y mis batallas grandes y reveladoras (los iceberg de la derecha, señalo ahora, aunque nadie le toma fotos); si bien son sin duda hermosas montañas de las que me siento orgulloso; y si bien podría, como siempre, sortearlos y seguir rumbo a aguas cálidas sin colisionar, como he hecho antes, decido por el contrario apagar el motor del barco (la “fan” se extraña y guarda la cámara), ponerme el traje de buzo de Jaques Cousteau, y lanzarme a las heladas aguas.
Tal como sospechaba (lo sabía, claro), bajo la superficie, los vistosos éxitos, los aplaudidos triunfos, ocultan sin excepción monstruosas masas mil veces más grandes que se adentran en la oscuridad. Mis monstruos ocultos, como los tuyos, no son bonitos, no me enorgullecen, inclusos muchas veces ni siquiera son confesables, pero no puedo seguir ignorándolos sólo porque no se ven: son parte crucial del hombre que soy.
El buzo se sumerge cada vez más profundo y toma nota, mide diámetros, considera con precisión los peligros de los filos que forman sus malas acciones, las puntas amenazantes construidas por sus malos hábitos, y no sin sorpresa entiende, algo avergonzado, que el precioso iceberg que fotografía la fan, tiene una partecita admirable, sí, pero un cuerpo oculto bastante cuestionable.
Una vez en la superficie, mientras me quito el traje de hule, comprendo que ya a estas alturas ignorar este hecho es una cobardía imperdonable.
Hoy, en el mes de mi cumpleaños, he decidido reiniciar los motores del barco pero de un modo distinto. Tengo las anotaciones, he hecho algunos de los deberes y sigo trabajando en otros más complicados, porque me he propuesto (a modo de regalo) navegar esta vez entre los icebergs de mis logros y batallas vencidas con un mapa detallado de lo que se oculta debajo. Conocer lo que hasta hoy no había querido ver no es fácil, sin duda, pero mucho más difícil me parece ahora eso de navegar todo el tiempo en la negación, preocupado por un posible choque con lo desconocido. Saber lo que somos, allá en la oscuridad, nos clarifica el mapa y nos deja libre una cantidad inmensa de tiempo dedicado al miedo para enrumbarnos hacia lo que queremos y sencillamente vivir.