Saturday, January 29, 2011

Pasión vs. Amor


Febrero, el mes del amor, o de la amistad, como lo llaman l@s que están pelando, nos ofrece el momento propicio para revisar nuestro concepto sobre este sentimiento.
Observemos por un momento el mundo con la mayor objetividad que nos sea posible. Los datos no se equivocan, no somos un mundo regido por el amor. Son más las ocasiones en las que la diplomacia internacional “advierte” y media en conflictos que las que celebran las paces entre naciones, son más las veces que en el día mentas una madre, que las que accionas desde el afecto genuino, y no te hace una persona amorosa el twittear frívolamente para que otros se animen a colaborar con esta o aquella causa mientras tú te retocas las mechas. No es amor (si acaso el miedo) lo que nos gobierna aunque, entrenados como estamos para el autoengaño, así lo pretendamos.
Una de las más perversas distorsiones del amor es esa cosa tan sobrevalorada que llaman pasión.
La pasión es sin duda una fuerza creativa, un placer extraordinario, un motor de muchas cosas, pero no es en sí misma sinónimo del amor. Suele acompañar los enamoramientos y aderezar el sexo de los primeros 18 meses de una relación, pero nunca puede ser la columna vertebral de una pareja porque la característica principal de toda pasión es que se acaba. De modo que si lo que quieres para celebrar el día de los enamorados es una noche de pasión, debes tener claro que eso es posible sólo si apenas conoces a tu pareja (o si te contratas a un ex mister que te haga el trabajo) y basas la aventura en la idea que sobre esa persona te has fabricado en tu mente, nunca en sus cualidades reales. Puedes lograrlo con éxito sólo si entiendes bien que es algo que se extingue.
Si pretendes tener con tu pareja de años una “apasionada” celebración del amor, tendrás que basarla en la pasión que ambos comparten por algo externo (no el uno por el otro, que esa ya no está) o hacer lo que te resulta tan sencillo, engañarte y fingirte que tu tipo te ama con loca pasión aún después de tantos años.
No pretendo con esto quitarte la ilusión del día de los enamorados, todo lo contrario, mi intención es animarte a celebrar el amor analizando su significado real.
Fíjate, basta con recordarte que el (mal) padre de tus hijos, ese al que hoy odias a muerte, fue en un tiempo tu apasionado amante. Aquel peoresnada que tanto daño te hizo fue quizás de tus más grandes pasiones. Y esos celos enfermos que no te dejan vivir, por ejemplo, son también producto de esa loca pasión que este mes invocas con tanto ahínco, nunca del amor. Así que ten cuidado con lo que deseas.
¿Qué tal si en lugar de tanto ímpetu insensato, te inclinas mejor por celebrar el amor que te profesa el que te conoce profundamente y aún así, por encima de tus miles de defectos, o incluso gracias a ellos, te ama tranquilamente y sin aspavientos?
Por último, sería bueno, constructivo y hasta terapéutico que asumiéramos de una vez por todas que la cosa debe empezar por uno mismo. No podemos amar a nadie si nos odiamos (y mira que los venezolanos nos odiamos).
Revisemos nuestros afectos y sobre todo nuestras acciones, es fácil ver si de verdad practicamos el amor.
No te asustes, si no quieres hacerte el autoexamen, siempre puedes inventarte una pasión. Eso sí, hazlo a conciencia de que no tiene futuro.

Wednesday, January 26, 2011

Lucía y el sexo

Con frecuencia, mis amigas extraordinarias, y desde luego, solas, me preguntan por qué los hombres huyen de mujeres arrechas. ¿Por qué son tan cobardes?, ¿por qué nos tienen tanto miedo?, ¿qué hay que hacer para no asustarlos?, ¿dónde están los valientes?, y por ahí se deshacen en un millón de cuestiones.
Y como yo no soy como Hamlet, que se preguntó mucho, pero de hacer, la verdad, hizo muy poco, recientemente le transferí la inquietud de tantas de ustedes a una buena amiga llamada Lucía, que también es arrecha y sabe mucho, a ver si se concretaba una respuesta.
Lucía es española, productora de espectáculos y resuelta, pero sobre todo, y como dirían ellos, una mujer cojonuda. Y es que se requiere serlo si, como en su caso, uno lleva diez años psicoanalizándose. Lucía, además, archiva meticulosamente cada nueva teoría aprendida de este o aquel psicoanalista y las aplica, no sé si a su vida (supongo que sí), pero sí a la vida y a la conversación en general.
A mí, la verdad, nunca me ha simpatizado demasiado el amigo Freud, pero también me detengo ahora a pensar, qué carajos le hubiera importado a Freud lo que uno como yo pensara. De modo que, prejuicios a un lado, escucho la teoría de Lucía, traducida de la teoría de un especialista muy lejano y quién sabe si con algo de razón.
El hombre, dice ella, al nacer, se convierte en una prolongación de la madre. Suple a la madre de un pene y al unir su energía masculina con la energía femenina de la madre, se vuelve con ella un “todo”. Ese todo reconfortante debe ser roto por el hombre si desea “ser” él mismo, pues la energía materna lo protege y lo alimenta, pero también lo inutiliza como individuo. De allí que el sujeto, una vez separado del regazo materno, busque consciente o inconscientemente, volver a esa unidad, esa comunión que una vez tuvo con el sexo opuesto a través de su progenitora.
La mujer, por su lado, especialmente la venezolana, se oferta entonces de dos maneras muy equivocadas. Una, como una supermujer capaz de resolver los problemas universales, de ser cabeza de familia, de ser la proveedora de su propia madre, de sus hermanos, de sus hijos, etc., es decir, como una buena y capaz madrezota. Y la otra, como un par de tetas monumentales. Y qué si no un gigantesco par de tetas es lo que percibe en primera instancia ese bebé de su madrecita querida.
Sucede entonces que el individuo varón se aproxima a este magnífico espejismo de mamita que es la venezolana promedio y encuentra en ella lo que tanto ha buscado, un refugio, un regazo, una mujer que lo provee de un útero a su medida, una mamá que lo cobija y lo consiente y lo malcría y lo complace y que es capaz de cualquier cosa, o casi, por que el hombre, nuevamente convertido en un niñato, no se marche de su lado. El hombre ha encontrado nuevamente a su madre.
Más temprano que tarde, el sujeto cae en cuenta (y si no lo hace de manera consciente lo intuye) que de quedarse allí instalado en ese cómodo amorcito, quedará reducido a un bebito sin voluntad propia y será invalidado una y otra vez por el poder tan superior de la supermujer. Es por esto que toma la decisión de huir despavorido. Como no se entiende muy bien la razón, el hombre angustiado por la anulación de toda su individualidad dirá cosas como Es que no me hallo, Es que necesito tiempo, Es que no te merezco, No quiero hacerte sufrir, Necesito encontrarme, y pare usted de contar excusas que, si aver vamos, también ocultan bastante de cierto.
De modo que no es mera cobardía, se trata de un simple mecanismo de defensa que ustedes pueden etiquetar como mejor les parezca.
El hecho es que, si esto fuera cierto, tendríamos que llegar a la conclusión de que el hombre puede relacionarse sanamente con una mujer exitosa siempre que pueda mantener su individualidad, y la mujer arrecha puede encontrar con quien compartir sanamente la felicidad si se sincera y deja de promocionarse como un par de bolsas de silicona capaces de resolver los problemas de la humanidad.
Ojalá mi amiga Lucía tenga razón.

Monday, January 24, 2011

La Felicidad



Evidentemente, eso de ser feliz no consiste, por favor, en dar con la pareja ideal. Visto está que nadie tiene el poder mágico de hacernos felices. Pueden atontarnos con la pasión y el sexo, con el enamoramiento y el entusiasmo adolescente que tantos confunden con el amor, por ejemplo, pero pasados unos meses, mitigada la euforia, feliz, lo que se dice feliz, seamos sinceros, no se termina de ser. Así que dónde está la elusiva fórmula mágica. Cuáles serían, digamos, lo pasos a seguir para de una vez seguirlos y dejar la tontería, la pérdida de tiempo y la asignación de culpas.
Recientemente me topé con un estudio que declara a Dinamarca como el país más feliz del mundo. No me imaginé nunca que la patria de Hamlet, uno de los personajes más infelices jamás escritos, fuera tan feliz. Inmediatamente uno se pregunta la razón. El estudio señala que lógicamente la felicidad de las personas se construye y refuerza una vez que sus necesidades primarias están cubiertas plenamente y se puede tener una expectativa de futuro, de allí que los países menos felices del planeta sean los que sufren carencias, incertidumbre política y guerras, es decir, asumámoslo, por mucho caribe que tengamos, por muy efusivamente que sepamos mentir al ritmo de nuestra música, estamos muy abajo en la lista, pues ser felices y subdesarrollados es un contrasentido. Pero qué tienen los daneses que no tengan por ejemplo suecos o canadienses. El estudio continúa explicando que la sociedad del país en cuestión es menos materialista que el promedio, son honestos y pacíficos, liberales y tolerantes. Están abiertos al cambio y a la evolución, pueden dejar a sus hijos en la calle mientras entran a hacer el mercado y prefieren comprarse una bicicleta que una cuatro por cuatro, aun teniendo ingresos suficientes como para comprarse la más cara. Pero todo esto puede suceder en cualquiera de los demás países que han logrado esos niveles de progreso. Sin embargo, una cosa tienen al parecer los daneses por encima del resto.
Antes de comentarla, hay que hacer referencia a otra parte del estudio que contrapone a lo anterior el caso del país más feliz de Asia: Singapur. Una avasallante mayoría de sus habitantes se siente feliz o muy feliz, y si bien es un país próspero y en plena evolución, es también el país con más alto índice de ejecuciones, un país de leyes severas en el que las normas deben ser acatadas si no se quiere padecer un castigo brutal. Un país en el que la gente es altamente competitiva y se inclinan al logro material como símbolo de la felicidad. Explican que para ser feliz se requiere sentirse seguro, protegido y se debe tener certezas sobre el porvenir, las cosas que al parecer tienen los singapurenses gracias a su sociedad paternalista.
Supongo que si nos ofrecieran ser auténticamente felices nos importaría poco mudarnos a Singapur, si nos gusta seguir reglas y somos más de derechas, o Dinamarca, si somos individualistas y nos gusta sacara nuestras propias conclusiones en lugar de aprendernos al caletre las de otros, soportar las rigurosas leyes asiáticas o el frío de Europa del norte sería un pequeño efecto secundario.
Otro dato importante sobre Dinamarca, y que sin duda alguna influye sobre eso de ser feliz es que también está entre los primeros en la lista de los países menos religiosos del planeta.
Pero lo interesante de los daneses, y allí el detalle crucial, creo, es que independientemente de sus logros individuales y su agnosticismo, tienen un fuerte sentido de comunidad y un verdadero interés por el bienestar del otro, sea quien sea y son, por encima de sus diferencias, un grupo.
De modo que no se sienta mal. No será usted feliz, no tendrá marido, vivirá en un país que no tiene la más mínima probabilidad de ser feliz, pero tendrá el caribe cerca, sabrá bailar salsa y, a diferencia de muchos habitantes del mundo desarrollado, no estará sola.

Saturday, January 22, 2011

Amores Posibles

Curiosamente por estos días estoy de vuelta a clases. Volver a estudiar algo, lo que sea, tiene una cualidad rejuvenecedora y evolutiva. Pero no es sobre eso que quiero hablar. Lo traigo a colación porque precisamente el lunes pasado, saliendo de clases venía pensando en la historia que quería contar en mi primera película (debería explicar ahora que lo que estudio es dirección de cine en Nueva York, para que lo que sigue tenga sentido). La historia gira en torno a un hombre que no es capaz de expresarle a la mujer que ha catalogado como el amor de su vida lo que siente por ella, al punto de perder la última ocasión de hacerlo y verla poco a poco convertirse en uno de esos amores imposibles que vivimos para recordar el resto de nuestras vidas. Pensaba si esto sería interesante para alguien o si acaso podía, hoy en día, en un mundo globalizado, apenas suceder. Me parecía que sí, pues nunca he sido yo el más expresivo cuando de sentimientos se trata, pero igual, la autoduda que caracteriza casi todo mi proceso creativo emergió impertinente. Justo entonces, un taxi se detuvo ante mi insistente señal. El conductor, cosa exótica en esta ciudad, me dio las buenas noches en tono cortés. Estoy muy estresado, me dijo al rato, ¿No será usted doctor o algo?. Algo, sin duda, pensé, mas no doctor. Es que estoy sufriendo mucho, continuó. En mi mejor tono dalailama le expuse mi humilde opinión en cuanto al estrés: Si busca usted la causa de lo que le preocupa y ve que tiene una solución, pues acciones en ese sentido, si no la tiene, pues para qué preocuparse. El hombre agradeció mi comentario y acto seguido (obviamente le resultaba indispensable hablar con alguien y el estrés es una excusa tan válida como cualquiera para entablar una charla con un desconocido) me dijo que era de Bangladesh, que creció en una sociedad muy conservadora y que siempre tuvo un complejo de inferioridad. Era evidente su desesperación por desahogar sus fallas porque esto lo confesó de un trancazo, para luego anunciarme que fue cuando tenía trece años que comenzó su sufrimiento. Allí, en su pequeño pueblo, había una niña que el sólo verla hacía que su corazón se detuviera en el acto. Él quería decirle que soñaba con ella, que la espiaba todos los días, que verla era el motor de su existencia, pero nunca encontró la manera. Sus amigos le decían que no se preocupara, que la muchacha era pretenciosa y casi fea, pero poco importaba lo que el mundo pensara, especialmente cuando perdía la respiración al verla cruzar la carretera de tierra en compañía de una  de las cuatro vacas sagradas del pueblo. A los quince emigró a los Estados Unidos y cuatro años después regresó a Bangladesh de visita. Por esas cosas de la vida, la hermana de la muchacha se había hecho íntima de su hermana y una tarde, el objeto de su devoción visitó su casa. Su amor por ella seguía intacto. Un amor, confesaba, que nunca he vuelto a sentir, ni siquiera por mi esposa. Un día tuvo la oportunidad de acompañarla a su casa en bicicleta. Pedalearon un par de kilómetros y el corazón se le salía por la boca, Al llegar a esta curva se lo digo, Al pasar la bendita vaca tendida en la sombra se lo grito, Al cruzar esta esquina la detengo, la bajo de la herrumbrosa excusa de bicicleta y se lo revelo todo y la rapto y la llevo lejos y la hago mía. Pero llegaron a la puerta de la casa de la mujer sin que nada extraordinario ocurriera, ella entró por detrás despidiéndose con la mano como si nada, como si el mundo entero no se le estuviera derrumbando a él por dentro, y allí, suspendido en su silencio absoluto, fue la última vez que el hombre de Bangaldesh vio al amor de su vida.
Sin sospecharlo, él acababa de responderme la pregunta que no le había hecho.  Aún no sé si mi historia le interesará a alguien, de hecho no sé si llegará a una pantalla o si la película será buena, pero estas cosas pasan. Más aún, pasan todos los días, aquí y del otro lado del mundo hay cientos, miles, millones de amantes platónicos y secretos que nunca se confesarán su amor.
No se preocupe, le dije al fin ya pagando, No se estrese y mucho menos sufra usted por esto, lo consolé, Mírelo de este modo, si usted le hubiera declarado su amor y hubieran sido novios, amantes, esposos, casi con toda certeza ese amor con el que usted la recuerda no existiría, la rutina, el tiempo, la vida, de seguro lo hubieran transformado en otra cosa, probablemente bonita y buena, pero nunca como eso que describe. Si la recuerda así, si aún se emociona hasta las lágrimas por lo que siente por ella, es porque me habla usted de un amor imposible.

Thursday, January 20, 2011

Mi vida, tu cielo

No, no se trata de un decir de enamorados. 


Venía yo, que no creo en las casualidades, en un taxi pensando en la insólita coincidencia de haber hecho un comentario sobre Benazir Bhutto en un artículo que irónicamente fuera publicado exactamente el día de su asesinato. Entre el sinfín de ideas que iban y venían en mi cabeza me pregunté cómo podía una mujer ser musulmana, luego me respondí poniéndome de ejemplo a mis amigos homosexuales y amigas divorciadas que son católicos fervientes, que pertenecen a una religión que los excluyen o que los condiciona, como si de una negación de sí mismos se tratara. Cosas de la vida, supuse, y continué divagando hasta que el chofer (nunca hay que subestimar la capacidad de un chofer de taxi en Nueva York de brindarnos una gran historia) me preguntó sobre mi país de origen. Acto seguido me preguntó cuál era la religión de mi país. Allí noté su acento árabe y de inmediato me vino a la mente que nunca me había detenido a pensar en la religión de mi país. Debo reconocer que me pone nervioso atribuirle, por ejemplo, una tendencia política a un supermercado, una clase social a un teatro o una religión a un territorio geopolítico. El hacerlo sería de entrada excluir a todo el que comprara en la tienda, fuera al teatro o habitara el país que no compartiera la tendencia, la clase o la religión de los demás. Pero igual le dije que católica, por ser la religión de la mayoría, aunque me cuidé de especificarle que habían también judíos, musulmanes, budistas y hasta Kishnas, agnósticos y cienciólogos. El chofer, Mustafá de nombre, me habló entonces de los errores históricos del cristianismo y de las verdades del Corán. Yo escuché atentamente y con respeto le expliqué que en verdad no era yo muy religioso. Él lo lamentó profundamente y me echó un vistazo por el retrovisor como quien mira a un condenado. Entonces decidí hacerle yo mis preguntas. Le pregunté qué hacía él en un país al que odiaba, cómo se sentía cuando tenía, digamos, que hacerle carreras a judíos ortodoxos y, por supuesto, cuánto justificaba él las atrocidades cometidas en nombre de Alá. Respondiéndome elocuente, me dijo que mucha gente los malinterpretaba, me contó que en su pueblo, al sur de Egipto, si una mujer cometía adulterio era penada con la muerte. ¿El esposo puede matarla?, pregunté, No, por favor, respondió, matarla no, pero la conduce hasta un lugar público en el que se reunirá el pueblo entero para apedrearla y, claro, al final igual muere. Entonces rematé con mi pregunta estelar: Señor, le dije, yo no seré muy religioso, pero ando por la vida sin hacerle daño a nadie, me ocupo de mis propios asuntos y de vez en cuando, cuando mi ego me lo permite, hasta hago algún bien por alguien, ¿Usted cree que yo voy al infierno? Sin duda alguna, respondió de inmediato. ¿Y el señor cornudo que conduce a su esposa al cadalso va al cielo? Por supuesto, respondió. Antes de bajarme del carro le comenté que me parecía muy bien su razonamiento porque yo, a ese cielo al que él y sus amigos iban, a mí no me interesaba acudir. Preferible sería ir al cielo donde está la Bhutto y todas las víctimas de los extremismos de cualquier índole. Esto último, desde luego, no se lo dije en voz alta. Tampoco es que tenga ninguna urgencia en llegar allí.

Tuesday, January 18, 2011

Círculos Pornográficos



Están los bolivarianos, los de las mujeres por la libertad, los de vecinos y ahora el de los artistas por los derechos humanos, los artistas por los derechos de los animales, los artistas por el medio ambiente (nunca, eso sí, el de los artistas por sus propios derechos, pues sería un exhabrupto). Luchan por su justa causa y en servicio –según cada uno– del país. Es por eso que hemos decidido conformar los círculos pornográficos. No se alarme, si bien a los anteriores les da por “encontrarse” en esta o aquella esquina y violentarse y decirse cosas, nosotros no promovemos “encuentros” ni sexuales, como sería lógico pensar, ni de otro tipo, todo lo contrario. Está visto que nunca se valora el sexo más que en las sociedades pacatas e hipócritas como la nuestra, formada, por ejemplo, por usted, que carece de vida sexual satisfactoria y de posibilidad alguna de tenerla. Sociedades ignorantes que tienden al fanatismo, sea por la causa que sea, y que además siempre resultan las de mayor “moral” y más brillantes “luces”. Eso nos enorgullece. Contar con compatriotas como usted, de gran respetabilidad e incapaces de atentar contra las buenas costumbres. Nosotros, un grupo de personajes públicos, medianamente públicos, casi famosos, medio célebres y afines, que hemos gozado de nuestros respectivos 15 minutos de gloria y que contamos además con una reputación dudosa –usted sabe, eso se ve mucho en nuestro medio–, hemos decidido, dado lo reprochable de nuestra conducta y preocupados por servir también a la patria, formar esta asociación sin fines de lucro, cuyo principal objetivo es el de llevarle hasta su casa, hasta la privacidad de su cama, esa vida, esa mismita vida sexual que usted nunca va a ser capaz de tener por su cuenta. Para ello hemos producido, con preciosa fotografía, una colección de porno videos, en los que podrá vernos hacer prácticamente de todo. Sí, todo eso que usted se está imaginando, todo, absolutamente. Como usted es como es, tan de su casa, tan de buena familia, tan que no se atreve, le garantizamos lo siguiente: en un abrir y cerrar de ojos usted, solito en su cama como de costumbre, quedará totalmente satisfecho con sólo apretar play; una vez terminado todo lo que usted sabe, así, rapidito, sin complicación, usted retornará a su rutinita, relajado, con esa sensación tan suya de sentirse libre de pecado, y podrá seguir arrojando sus piedras contra nosotros, que no se las devolveremos (como otros); le eliminaremos la histeria esa que produce la falta de sexo, la molestia de mostrarle su penecito a terceros, el esperar la llamada del día siguiente o el tenerle que pagar a la señora que le hace el favorcito, y, lo mejor, todo eso en la tranquilidad de su hogar, sin riesgo de que alguien lo vea en esas cosas y luego comente, usted sabe. Y como en los círculos pornográficos practicamos la no violencia, podrá usted dedicarse a lo que más le gusta: hablar mal de nosotros, llamarnos pervertidos y todo lo que a usted le provoque. Vamos, desahóguese. Por nuestra parte, continuaremos viviendo (muy bien, por cierto, con el dinero que usted gasta en nosotros), con ese orgullo de estar prestándole, a gente tan digna como usted, nuestro servicio y, sobre todo, con la alegría que nos da evitarle la molesta y ardua tarea de tener que vivir su propia vida.

Monday, January 17, 2011

"Cualquiera de nosotras..."

Según la estadística, por lo general son consideradas bellas las mujeres altas, rubias, jóvenes y delgadas. Es decir, no usted.
Usted debe ir por la vida resignada a ser una más. En el país de las mujeres más bellas del mundo usted tiene que reconocerse día a día, sola frente al espejo, que no es de las más bellas del planeta, ni de las más altas, ni de las más rubias y ciertamente ya ni de las más jóvenes.
¿Y ahora qué?
Como usted no es una reina de belleza, obligatoriamente tendría usted que ser inteligente, talentosa y exitosa por encima del promedio, pues tiene usted que suplir tan dolorosa carencia. Es lo menos que puede ser si quiere que alguien en un país como el nuestro la tome en cuenta.
Pero resulta que usted tampoco es una lumbrera. Se graduó con un promedio de trece punto tres, estudió a duras penas una carrerita técnica y si a ver vamos tampoco es que se pueda decir que sea exitosísima en su trabajo. Al menos no por encima del promedio. Es, pues, una más.
Muy bien, ¿y ahora qué?
Tendría usted entonces que tener una pareja maravillosa, un esposo adorable, exitoso y fiel, y dos o tres primorosos retoños que corretearan por allí ratificándole al mundo entero que es usted una madre digna y una esposa intachable. Su ajustada familia sería en ese caso el aval que la ratificaría como mujer digna de ser tomada en cuenta. Tal vez no la más bella, ni la más inteligente o exitosa, pero sin duda una mujer envidiable.
Pero sucede que su marido la dejó por una carajita hace ya tres años, después de haberle montado el cacho parejo y sus retoñitos van todos los jueves a la psicóloga porque no se adaptan. Es decir, usted no se diferencia de cualquier otra.
Ajá, ¿y ahora qué?
Tendría entonces que ser una mujer inclinada al servicio social y a la labor altruista, una mujer religiosa y desapegada de lo mundano. Podría, por ejemplo ser célibe y dedicarse a acompañar ancianos y a reubicar a niños de la calle. Podría ser una activista de causas humanitarias y una líder social. Eso sin duda la pondría en el sitial de una mujer a ser considerada, de una mujer ejemplar. Pero vamos a estar claros, usted es sensible y se la aguan los ojos cuando ve la injusticia y la pobreza, pero esa misma noche duerme tranquila. A usted le parecería maravilloso vivir en un mundo sin miseria, pero tampoco es que se siente impulsada a poner su vida de lado para lograrlo. De modo que usted es, nuevamente, como las demás.
¿Y entonces qué?
Usted, que si algo tiene es que es una mujer emprendedora, usted que es una luchadora y una mujer de retos, decide decolorarse el cabello hasta un “infinitamente rubio” y luego planchárselo hasta un “extremadamente liso”. Se compra unos zapatos de altísimo tacón para el diario. Se hace la lipo y si no tiene el dinero se compra la faja de yeso. Pide un préstamo en el banco para hacerse las tetas. Se convierte en la proveedora insigne de su hogar y en la madre-y-padre de sus hijos. Se vuelve imprescindible en su empresa, haga lo que haga, y demuestra a cada paso que no le importa estar sola y no encontrar hombres que estén a su altura, después de todo, usted, no se conformó con ser una mujer como cualquiera, se ha convertido en una mujer extraordinaria. Usted ahora es de las que saca adelante un país.
Usted es por fin, con mucho esfuerzo, una mujer digna de ser tomada en cuenta, una admirable mujer venezolana.
¿Y ahora qué?

Friday, January 14, 2011

4 temas para el insomnio



De las cuatro cosas que normalmente me quitan el sueño, la primera sin duda es la búsqueda de la felicidad. Mi amiga Mónica Montañés insiste en que es cuestión sólo de atreverse y dejar de lado la necesidad de tener la razón. Puede que así sea, pero antes de buscarla, les haría hoy dos preguntas, con toda la mala intención. La primera, ¿qué es exactamente la felicidad?, digo, porque no se puede perder el tiempo buscando algo que no sabemos qué es, mucho menos obtenerlo. La segunda, ¿por qué nadie nos enseña de niños a perseguirla asertivamente en lugar de entrenarnos para tanta zoquetada preestablecida socialmente que a nadie ha dado nunca felicidad alguna? Mientras espero tus respuestas, yo me aventuraría a decir que eso de la felicidad poco si algo tiene que ver con el romance, la pasión o el príncipe azul y más con el descubrimiento y ejercicio pleno de nuestras respectivas vocaciones.
Esto me lleva al segundo de los temas que normalmente me asaltan para inquietarme: la educación de nuestros hijos. De un tiempo a esta parte, y supongo que comparto esto con todos los padres adulto-contemporáneos que hemos sido víctimas de la estúpida escolaridad tradicional, me pregunto insistentemente qué sentido tiene enseñarle a nuestros hijos las tablas de multiplicar en lugar de enseñarlos (en casa y en el colegio) a comer sanamente y a respetar sus cuerpos. En lugar de enseñarlos a reciclar y respetar el planeta insistimos en la ortografía, cuando está claro que de seguir como vamos pronto no tendrán ni dónde ni para qué escribir. Seguimos tolerando que les pongan la infinidad de tareas innecesarias cuando deberíamos enseñarles cómo disfrutar la vida a plenitud para que no crezcan sólo para pagar cuentas y cumplir deberes de funcionario. En fin, que la manera como educamos a los que nos sucederán termina siendo cómodamente la misma precaria e inútil manera como nos escolarizaron a nosotros, los que tan eficientemente estamos acabando con todo.
Esto me lleva entonces a otra de las causas de mis insomnios existenciales: nuestro bienestar. La salud parece ser hoy en día una característica opcional. Los negocios que más prosperan son sin duda las ventas de medicinas y drogas legales. Muchos médicos de pronto terminan pareciendo, más que sanadores, accionistas de la industria farmacéutica y si nos ponemos a ver a los que tenemos alrededor, es probable que notemos que la mayoría va por la vida drogada químicamente de una manera o de otra y nuestro bienestar ha terminado sujeto al efecto secundario de turno.
Por último, y antes de que arrojes esta revista a un lado, la ansiada búsqueda del amor, germen inequívoco del impulso que te ha hecho comprar Sexo Sentido. No sé tú, pero a juzgar por nuestras acciones diarias, me parece que tampoco tenemos mucha idea de lo que es el amor. No es romance, tampoco pasión, mucho menos sexo. Así que si queremos amar y ser amados, emprendamos la ardua tarea de descifrar a que rayos nos referimos con eso.
No pretendo amargarte el día. Sólo quise hoy transmitirte la inquietud a ver si siendo muchos los insomnes, damos una mañana de estas con una pequeña respuesta.

Thursday, January 13, 2011

La píldora del día siguiente



En un artículo de El País de España, Juan José Millás comenta que los alquimistas no buscaban realmente la sustancia que transformara todo en oro, sino que convirtiera las cosas en lo que verdaderamente son.
La ingeniosa frase quedó en mi mente dando vueltas un buen rato. Comencé entonces a imaginar el resultado que tendría una pildorita que nos trasformara en nosotros mismos, que nos quitara ese tonto pánico al qué dirán, a la desaprobación de terceros, que nos diera el valor de salir de los millones de closets que habitamos a lo largo de nuestras vidas y nos permitiera ser, en todo el sentido de la palabra, ése que realmente somos.
En un país como España, en el que todos están adictos al nefasto “cotilleo”, o en uno como el nuestro, en el que nos volvemos adictos a la confrontación política, a la información, a la telenovela de moda o a cualquier cosa que nos permita evadirnos de la vida que vivimos y no queremos mirar, el consumo de tan delicado medicamento tendría que venir precedido necesariamente por una receta médica, y ésta a su vez por una consulta. Un médico al que acudamos, por ejemplo, agotados por tener que ocultar (y ocultarnos) que no hemos ni remotamente cumplido con lo que de nosotros esperaron nuestros padres, estresados ante la necesidad de disimular que ninguno de nuestros sueños está por cumplirse, deprimidos ante el esfuerzo que supone negarnos que nuestras relaciones han fracasado aparatosamente, cansados a morir de tener que fingir que somos felices, que todo está bien.
Ante el exótico arranque de sinceridad, el médico (pónganle ustedes la especialidad) tendría entonces ante sí la extraordinaria ocasión de recetarnos la milagrosa pastillita, que al igual que una súbita erección, nos daría el impulso necesario para, digamos, acudir a la oficina sin maquillaje. Nos daría la fuerza para decirle a nuestros jefes lo que pensamos de ellos sin temer las consecuencias. Nos entregaría la libertad de confrontar a esos que dicen ser nuestros amigos con el hecho de que sus acciones indican lo contrario. Nos armaría de valor para confesarle a nuestra pareja que es cierto, no es ella, somos nosotros los que hemos vivido engañándonos y que queremos un rumbo distinto para nuestras vidas. Nos regalaría la licencia para ser hipersexuales, homosexuales, célibes o monógamos por decisión propia. Podríamos por fin ir a una playa nudista, mostrar orgullosos nuestro pipí chiquito, nuestras teticas caídas, decir lo que siempre hemos creído y nunca nos habíamos atrevido a confesar, en resumidas cuentas, nos otorgaría el privilegio utópico de ser, en efecto, tal y como realmente somos, y, vaya maravilla, sin que nos importe un carajo lo que piensen los demás.
Pero como todo fármaco que ofrece soluciones instantáneas como ésta, tendría la píldora un peligroso efecto secundario.
Una vez calmada la excitación del efecto inicial, es bastante probable que lleguemos a casa, contentos, no voy a decir que no, después de todo eso de ser uno mismo tiene que ser liberador y placentero, pero algo cansados tal vez de esta primera explosión de autenticidad. Al cabo de algunas horas, ya más reposados, recobrado el aliento y la conciencia de que a partir de ahora no sólo debemos retomar nuestra vida normal, sino que debemos hacerlo además asumiendo las consecuencias de todo lo que acabamos de hacer, que no será poco, nos detendremos por un instante a pensar en la siguiente fase de este arduo proceso de transformación en uno mismo.
A lo mejor, con la euforia, no lo habíamos considerado, pero en toda metamorfosis de esta naturaleza, aun cuando esté propiciada por una pastillita milagrosa, se requiere una gran dosis de autodeterminación.
No se asuste, se trata de algo que no le quedará más opción que sobrevivir y que probablemente su médico le recete paso a paso en la próxima consulta: Póngase de pie, tome una respiración profunda y mírese en un espejo. Ése que ve, aunque no lo crea y aunque no le guste, es quien usted es en realidad.
Si le resulta la verdad demasiado difícil de soportar, deberá su médico recetarle una nueva píldora que le devuelva la capacidad que tenía usted antes para vivir en negación.

Wednesday, January 12, 2011

Partes Públicas

Aunque alguno pueda refutármelo, soy un hombre tímido y cuando se trata de mostrar, a pesar de haberlo enseñado ya todo en el escenario y en una que otra película, soy extremadamente pudoroso, así que el prospecto de acudir a una playa nudista no me resultaba particularmente atractivo. Sin embargo, desde el balcón del hotel donde me hospedaba para terminar el rodaje de la película “Una hora menos en Canarias”, se vislumbraban en la playa de El Inglés, en Gran Canarias, unas hermosas dunas que se adentraban en el mar, y fue eso y no que lengua de arena que se hundía en el índigo atlántico fuera una playa nudista lo que me condujo a explorarla en mi día libre, al menos concientemente.
Supuse que el haber olvidado mi traje de baño en Caracas funcionaba como una de esas coincidencias convenientes e inesperadas, así que me compré un tubo de bloqueador solar +50 y emprendí la travesía de varios kilómetros rumbo al pequeño y fotogénico desierto, a sabiendas que llegado el punto, como he hecho a lo largo de mi vida, vencería mis pudores y me mostraría al Atlántico tal como vine al mundo.
Como era de esperar, bastó que los letreros anunciaran que estaba uno entrando al área nudista para que la masa de bañistas descendiera considerablemente y una sensación de riesgo y de cosa prohibida se apoderara de mí, pues por mucho que insista en negarlo ya la religión católica me ha dañado de forma irrevocable.
El paisaje de típica playa de turismo clase media se hacía entonces más salvaje, el desierto a la derecha se abría enorme, listo para ser usado como locación de película y el mar a la izquierda se encrespaba con mayor fuerza, como para enmarcar con un punto de vehemencia natural a los desprejuiciados que jugaban paleta y corrían y saltaban sin reparar en el rebote de las partes de su anatomía normalmente confinadas a un soporte.
En primera instancia, un venezolano que se precie de ser mundano, tendrá en esta coyuntura que usar lentes de sol, pensé, para que nadie perciba que la mirada se nos escapa a una teta o a un escroto, sin mala intención, sólo por el simple hecho de lo inusual del asunto, porque hay que asumirlo, por mucho mundo que uno diga tener, para cualquiera de nosotros, sistemáticamente educados en la hiperconciencia del cuerpo, las desnudeces de escandinavos sexagenarios, expuestas con tal insolencia y desparpajo, son tema de observación. 
Caminé aún más lejos, fingiendo (soy experto) que iba inmerso en el paisaje y en la música de mi ipod, pero maravillado ante aquello que en mi país sería imposible. Madres e hijos, familias, grupos de amigos de todas las edades, parejas de todo tipo, haciendo lo que cualquiera haría en la playa, pero desnudos. Me imaginé al instante departiendo con mis padres (más tímidos y pudorosos que yo), con aquella novia de la universidad, con los compañeros de trabajo, una excursión playera de esa naturaleza. Honestamente creo que a nosotros la cosa se nos haría incómoda por decir lo menos.
Una vez que alcancé la punta más lejana de la lengua de tierra, ya con menos gente alrededor, tomé la determinación, me quité la ropa, me unté el bloqueador en la paloma y me sumergí en el mar. Estuve un buen rato allí, con el agua al cuello, recorriendo una complicación que no había pensado antes: para salir debía caminar varios metros hasta mi ropa y pasar por entre un nutrido grupo de señoras que conversaban animadas. El tiempo de mi indecisión y la temperatura helada del agua tampoco ayudaban a la tarea de salir de allí fingiendo naturalidad y campaneando mi pene pretenciosos aterido de frío y escondido como la cabeza de un morrocoy asustado. Recordé que ensayando “El Pez que fuma”, el director (Cabrujas) me dijo: “Fernández, usted en este momento de la obra se quita la ropa, entra en la ducha (de la escenografía) y se baña de frente al público, en todo su esplendor, mostrándoles su gran talento”. Yo le respondí: “Con todo mi respeto, maestro, yo no tengo ningún problema, pero verá, son 800 personas en el público, el aire acondicionado esta a millón y el agua de la ducha helada, en estas condiciones mi ‘talento’ es mínimo”. Pero lo hice, me bañé en la ducha helada ante 800 personas y caminé entre las señoras que no repararon en mi reducido talento en lo absoluto. Tomé mi ropa, pero curiosamente no sentí la urgencia de ponérmela. En un arranque de insolencia, contagiado por los escandinavos, continué la marcha en bolas. Caminé por el desierto un buen trecho con una sensación de libertad única. No era una libertad simbólica por estar desnudo en medio de aquel paisaje cual Brooke Shields en la película “Sahara”, sino una libertad real, la que se experimenta cuando se deslastra uno de un prejuicio ridículo. Porque si algo tenemos los venezolanos, pensé, son prejuicios ridículos, especialmente cuando de nuestro cuerpo se trata. Seguí la marcha y me detuve en una barra playera atendida por Mónica, una canaria vistosa y totalmente vestida con un suéter cuello de tortuga, a la que le pedí un trago, y luego otro, y otro. Ya para el cuarto me importaba poco el detalle de que todos los de este lado de la barra fuéramos sin ropa. Allí sentado hice el recuento: no había encontrado en todo mi recorrido una sola teta de silicona, ni una, algo insólito. Tampoco había nadie particularmente atractivo de acuerdo a nuestros estándares imposibles de misses y vallas de cerveza, a excepción de Hans e Inga, una parejita de alemanes de Dusseldorf de unos treintaypocos que eran sin duda los más bellos de toda la playa, cosa que ellos sabían y ejercían encantados a riesgo de insolarse peligrosamente. El resto era gente normal que, sin embargo, de pronto (sería el vodka o la resolana) se me hicieron hermosos, de una belleza nueva y potente, una belleza desconocida.
Mónica, desde su lado de la barra, le explicó a la agraciada parejita en alemán (hablaba también francés, sueco e italiano) que ella ni siquiera usaba bikini, que era muy acomplejada y que no le gustaba eso de andarse exhibiendo. Su comentario me llamó de inmediato la atención, considerando que aquel lugar desprovisto de ropajes y complejos tan exótico para mí era su lugar de trabajo diario. Decidí, pues, escucharla. Un guardia de seguridad de la playa llegó entonces a pedirle una “caña” (una cerveza) ella le preguntó si quería pescar, “pues aquí lo que se pesca son pulpos y viejas”, dijo. El sujeto le siguió el juego y le preguntó cómo estaba. Mónica le respondió, “Aquí, envejeciendo dignamente, no como tú, que cuando te conocí eras de la talla 36 y ya vas por la 54”. Mónica cambió el idioma al italiano para comentarle a otros clientes que “por supuesto que tengo novio, si no cómo crees que mantengo yo esta alegría”, más allá una pareja de dos mujeres se hacían carantoñas románticas y de este lado Hans e Inga almorzaban salchichas. Y por un momento todo pareció correcto y bueno, relajado y normal. Fue entonces que me dio la impresión de que toda esa gente tenía un talento mayor que el mío para la felicidad.
Especulé que el novio de Mónica no debía valorarla mucho, que tal vez sus padres nunca le dijeron que era una niña hermosa (que no lo es, pero da igual), supuse que Mónica no escapaba del tema de la vanidad y a pesar de su cotidianidad de carnes, preservaba intactos los prejuicios ridículos que la harían infeliz. Imaginé todo esto porque la comprendía, por mucho que me hubiera desnudado en público, lamentablemente no estaba yo destinado, como Hans e Inga, a encontrar comodidad expuesto a este nivel.
Regresé de la excursión determinado a escribir algo sobre el nudismo, la verdad no tengo idea si esto resulta interesante fuera de mi cabeza y de mi pea de nudista sudaca, pero ahora que lo escribo, si bien creo que mi tonto pudor sigue siendo algo de pobres de autoestima, creo también que como en todo en la vida hay que encontrar un equilibrio, pues estoy totalmente convencido de que por muy seguro de uno mismo que se esté, hay áreas de nuestra anatomía que no fueron diseñadas para mostrarse en público y fuera de contexto. Ni siquiera las de Hans e Inga. Por algo las llaman partes privadas.

Tuesday, January 11, 2011

Si tuviera una vagina...

 

…y, digamos, esta noche tuviera una cita con “el hombre de mi vida” (forma muy común de etiquetar al sujeto del encuentro cuando se tiene vagina), tendría por ley que hacerme las dos preguntas fundamentales que me definirían como mujer.
En primer lugar, tendría que mirarme largo y tendido en el espejo y afirmar: ¡estoy gorda!, y acto seguido abrir las puertas del closet y preguntarme: ¿qué me pongo? Esa noche, él hablaría de temas variados, fingiría estar interesado en conocerme mejor y en su mente rondaría el único objetivo de penetrarme. Yo tendría que imaginarme teniendo sus hijos y envejeciendo románticamente a su lado. Luego haríamos el “amor” o, al menos, eso tendría yo que creer. Finalizado el acto, y aunque la cosa dure escasos trece minutos y tenga que fingir el orgasmo, tendría que hacerle la segunda de las preguntas. Luego de un largo y engorroso silencio, justo antes que se quedara dormido, en el momento en que sus ojos se entrecierran, se oiría mi voz, tímida, dulce, entrecortadita: ¿papi, tú me quieres? Él respondería con un monosílabo indescifrable, y yo pasaría la noche en vela convenciéndome de que no soy una perra. Al día siguiente esperaría ansiosa su llamada, y esperaría, y esperaría. Él nunca llamaría y yo comenzaría a desarrollar ese resentimiento crónico contra el hombre que unifica a toda fémina arrecha. Empezaría a crearme expectativas imposibles y cada día sería más y más difícil dar con nuevos “hombres de mi vida” hasta envejecer conspirando eternamente con otras mujeres arrechas… y solas.
Y es que detrás de esas terribles preguntas aparentemente frívolas esta todo. “Estoy gorda”: no sirvo, no doy la talla, no soy lo suficientemente buena para merecer ser amada… “¿Qué me pongo?”: Qué hago para que me quieran, De qué me disfrazo para que me acepte, Cómo lo convenzo de que puedo hacerlo feliz… “¿Papi, tú me quieres?”: Me valoras, Te das cuenta de lo extraordinaria que soy, Puedes apreciar las virtudes que yo misma ignoro, Quiéreme, por el amor de Dios, aunque yo me deteste… Interrogantes que dan pie a consideraciones demasiado profundas y dolorosas para ser comprendidas en toda su dimensión por la mente básica de un macho.
De modo que, si en verdad un día amaneciera y tuviera una vagina, y además tuviera la bendita cita (que ya no sería con el hombre de la vida de nadie sino con un carajo al que me provocó “dársela”), me miraría en el espejo y, pesara lo que pesara, me vería estupenda. Comenzaría por valorarme yo y no perdería el tiempo tratando de complacer tanto a terceros. Me pondría lo primero que encontrara en el closet y saldría a la calle sintiéndome divina. Con él hablaría de fútbol, de cine y un poco de moda. No haríamos el amor, pero tiraríamos rico. Por supuesto no le preguntaría si me quiere porque, vamos a sincerarnos, yo a él tampoco lo quiero. Le pediría, eso sí, que no me llamara, que en todo caso yo lo contactaría. Al día siguiente habría olvidado su cara, su nombre y su mediocridad, y continuaría mis días sin tener ni la más remota necesidad de realizarme como mujer, de casarme, de formar un hogar, del nefasto “para toda la vida” y todas esas zoquetadas sociales.
En fin, si tuviera una vagina… ¡sería una mujer cojonuda!

Sunday, January 9, 2011

De Princesas y Alienígenas

Negarme una y otra vez la adicción colectiva al chisme impreso o el rating de la “telebasura”, no hacen que desaparezcan, por el contrario, desde que me declaré enemigo de este tipo de “prensa”, pareciera que lejos de mermar, su influencia crece a buen paso.
Por estos días, incluso para los que nos empeñamos en no enterarnos de las vidas de otros, resulta inevitable escuchar por accidente o toparse con algún titular que reseñe detalles de los preparativos de la boda entre el príncipe William de Inglaterra y Kate Middleton. Los pormenores de la atractiva parejita inglesa son devorados ávidamente por miles de millones en todo el mundo, y yo vuelvo a preguntarme, ¿qué relevancia puede tener esta mariquera, por el amor de Dios?
Al hacerme la pregunta en Twitter de inmediato obtuve respuestas, algunas admitían que era irrelevante la noticia, pero conocían todos los detalles, otras, más agresivas, me señalaban que se trataba de la boda del segundo en línea para ser rey de Inglaterra, cosa que me continuaba pareciendo una zoquetada, hasta una incluso me respondió molesta que si yo lo que pensaba que era trascendente era yo mismo y mis obritas de teatro. La verdad, tendría que reconocerle a la molesta chica que sí, en mi caso, llámenme egocéntrico, me parece mucho más importante y trascendente mi trabajo que la boda del un príncipe heredero de no sé qué y su novia bobalicona del otro lado del Atlántico. Pero evidentemente estoy equivocado. La cosa tiene trascendencia, especialmente para ustedes las mujeres, aunque las razones eludan la sensatez y el sentido común.
Intentando comprenderlo, volví sobre mis pasos y revisé todo lo que había escrito en torno a las princesas, que no es poco, a ver si daba con la clave. En uno de mis archivos me topé con un recuento que hice hace un tiempo sobre uno de mis viajes a Disney con mi hijo (Disney, claro está, es el campo de estudio perfecto para explorar el tema de las princesas). A la salida de la atracción dedicada a la película “Men in Black”, mi hijo, de entonces seis años, me rogó que le comprara una pistola láser. Yo traté infructuosamente de convencerlo del sinsentido de la violencia y las armas, hasta que accedí, hipócrita habitual, a comprarle el aparato agobiado por la profusión de mercancías y el poder para exacerbar el consumismo que tiene Disney (siempre se puede encontrar una excusa externa para la falta de coherencia). Al rato, intentando descansar del calor agobiante bajo una mata tan meticulosamente podada que ni el más experto botánico hubiera podido descifrar, mi hijo apuntaba a varias personas y les disparaba su rayo intergaláctico. Le expliqué que eso no se hacía, que no se disparaba contra nadie y que era de mala educación estar apuntando a la gente con rayos, a lo que él replicó que sólo estaba intentando matar alienígenas. A pocos metros, una gringa obesa y su pequeña, también de seis, estaban en lo mismo. La niña iba vestida de cenicienta con peluca y todo, y jugaba eufórica con otras princesas, Blanca Nieves, La Bella y hasta la Sirenita en tierra firme. Me dije, si tuviera una hija en lugar de un varón, no tendría que combatir la violencia genética con la que nacemos los hombres. Y contemplé un buen rato a las hermosas y pasivas princesas correr entre la gente con sus galas, mientras mi hijo continuaba sus asesinatos interplanetarios. Pero claro, como mi mente es como es, lamentablemente me puse a hacerme preguntas. ¿Qué impulsaba a esas niñas a vestirse de aquel modo? ¿Cómo podían soportar el calor infernal bajo sus pelucas de polietileno sólo por verse “bellas”? ¿Qué expectativa de felicidad podía tener una pequeña de la clase media si su sueño era ser princesa?
Cientos de consideraciones me abrumaron de inmediato. Si la visita al parque la hubiera hecho con una niña de seis, hubiera tenido que comprarle el disfraz, y hubiera tenido que explicarle luego que no era verdad, que ella no era una princesa, que no existían los príncipes, que nadie salvo yo vendría a rescatarla de hallarse en problemas y que aunque a mí me lo pareciera, no era ella objetivamente la niña más bonita de la faz de la tierra. Aquellas explicaciones me parecían terribles. Las niñas corrían de un lado a otro inmersas en sus fantasías, y como aún tenía tiempo, las pude imaginar ya grandes y frustradas, enfrentadas a la cruel realidad y a la cadena de sapos vestidos de príncipes que las harían sufrir, soñando con ser Kate Middleton, casarse con William y ocupadísimas en los cientos, miles, un millón de detalles necesarios para planificar con éxito unas nupcias reales que las distraerían de la insoportable realidad.
¿Cómo no les va a parecer relevante la bendita boda?
La princesas de la vida real, con sus esposos y sus títulos, con sus vestidos y sus fiestas, con su anorexia y sus letargos, aunque como las de Disney no tienen en realidad mucho sentido ni propósito, le ofrecen a las sufridas mujeres del mundo, a través de la versión que las revistas hacen de sus vidas, el cuento romántico de carne y hueso que necesitan para mantener la esperanza de ser algún día felices por siempre jamás.
Lamentablemente si miran un poco más allá, estas princesas suelen en realidad tener vidas muy tristes y su mayor cualidad termina siendo la resignación.
Recuerdo que aquella tarde en Disney, después de contemplar el primoroso desfile de las princesas, me dije: “¡Menos mal que mi hijo sólo quiere recurrir a la violencia y matar alienígenas!”.

Saturday, January 8, 2011

SexoSentido, carta del editor (Enero)

No soy de los que creo en la suerte y cada vez que me la desean suelo preguntarme qué es exactamente lo que significa eso de tenerla.
Algunos la definen como la capacidad para identificar las oportunidades y aprovecharlas al máximo, cosa que me parece bastante racional y por ende creíble, pero que excluye del todo el elemento del azar que le adosa la mayoría.
No creo que las cosas pasen porque sí, ni que unos tengan más suerte que otros porque les cayó del cielo, porque hicieron un ritual, porque se ensalmaron o porque la pestaña les quedó pegada del dedo gordo. Eso de los deseos cumplidos, dese hace mucho, me parece más un compromiso a aplicar el trabajo necesario en función del logro certero de una meta que un asunto salido de la varita mágica de Harry Potter.
Cada año, específicamente el último día, el asunto de la suerte y los deseos cobra gran importancia en vísperas del nuevo año. Un sinfín de rituales se ponen en práctica y mientras se comen las uvas de la tradición (que si a ver vamos muy poco son responsables del cumplimiento de deseo alguno), escuchamos cosas como “por fin termina este año”, “que pavoso ha sido el 2010”, “que el 2011 nos traiga esto o aquello…” en fin, como si el número o el año en sí tuvieran un poder especial sobre nosotros y nuestros logros o miserias.
Sin embargo, año tras año mi mujer, muy devota de rituales de todo tipo, pone a prueba mi escepticismo.
Para ella, el color del vestido con el que se recibe el año nuevo tiene un valor extraordinario para determinar la afluencia de cosas buenas en el año entrante o el que sucedan cosas negativas. Ha probado todos los colores y ha elaborado su propia tabla de efectos secundarios. Me solía causar gracias el asunto y lo tomaba como parte de la celebración, pero con la suerte, como con todo lo que no podemos explicar completamente, estas prácticas distan de ser sólo frivolidades.
Sucede que, si bien para mí no es relevante la tradición ni el color del traje que me pongo, cosa que compruebo vistiendo cada año igual y buscándome mi propia “suerte” con más trabajo práctico que esperanza esotérica, una vez que le adjudicas al vestido, la uva o el número del año un poder sobrenatural para influir sobre los acontecimientos que te esperan, la cosa suele en efecto tener ese poder.
Me lo explico diciéndome que la mente es poderosa y que si te has grabado la idea de que este es un “mal año” lo será y que si vestirte de dorado te traerá prosperidad probablemente te aumenten el sueldito.
Así que aunque me encantaría desde mi razón y mi sentido común quitarle a todas estas prácticas su poder sobre los hechos concretos, aunque quisiera e incluso pudiera enfrascarme en demostrar que nada tienen que ver con lo que hagamos luego de nuestras vidas, siempre habría un factor, alguna variable sin control que terminaría por dejar al menos una duda razonable sobre la suerte, la magia y la superstición.
No obstante, me permito comenzar el año, más que deseándoles un feliz año, más que augurándoles suerte  y un mágico porvenir, invitándol@s (e invitándome) a tomar bien temprano en el año las decisiones prácticas necesarias que nos enrumben en el camino del trabajo certero que nos hará sin lugar a dudas los sueños realidad.