Wednesday, July 13, 2011

Amor a Segunda Vista


Por estos días dirijo una nueva obra de teatro en Nueva York. La invitación a hacerlo me llegó por sorpresa, así como la obra que debía dirigir. Verán, mis temas, y los que me interesan de entrada, suelen ser rudos, provocadores e incluso hasta violentos, como buen hijo de una post-modernidad con galopante déficit de atención. Sin embargo la pieza que me encargaron dirigir era una comedia romántica.
Aun cuando digo no tener prejuicios, como suele suceder cuando uno dice algo, es evidente que los tengo y el género de la comedia romántica está entre los que yo no digiero particularmente, de modo que a primera vista el asunto cargaba una nota de decepción.
Pero las cosas suceden por una razón, y apenas entrándole al tema, justo cuando estaba a punto de recurrir a la manida frasecita de que nada de lo que uno desea llega realmente tal y como lo esperamos, apareció el giro que volvía una simple comedia de amor a lo Jennifer Aniston en algo verdaderamente interesante: los protagonistas de la historia, la parejita romántica, pues, estaba al borde de celebrar su cumpleaños número 80. Allí la cosa se me tornó sin duda como algo interesante y la elusiva sensación de que estaba sucediendo exactamente lo que tenía que pasar se hizo presente.
Y es que aunque uno haya celebrado los 40, escriba sobre los derechos de las minorías y se proclame de avanzada, pensar en un romance a los 80 sigue siendo una idea subversiva por decir lo menos.
¿Es acaso posible? Me pregunté.
De inmediato vinieron a mi mente recuerdos de algo que había archivado en mi memoria justamente para este análisis.
A comienzos de siglo, Mimi y yo vivimos una temporada en Madrid. Una ciudad maravillosa en muchas áreas, con algunos ingredientes insólitos. Entre los que me quedaron grabados estaban dos. El primero, que siendo una urbe cosmopolita (o con esas pretensiones) almorzar en horario no comprendido entre 2 a 4 pm es algo totalmente imposible (supongo que servirá esto para algún otro análisis). El segundo, que las parejas que se besan apasionadas en los bancos de las plazas son en su mayoría de la Tercera Edad.
Aquello nos parecía a Mimi y a mí, nativos de un país en el que a los treinta se siente uno ya “palo abajo”, por un lado casi perverso, pero por otro, ciertamente esperanzador. No obstante, las latas entre sexagenarios no volvieron a mi consideración hasta ahora, cuando debía dirigir a un par de actores extraordinarios, algo mayores que mis padres, en una historia que los llevaba a encontrar el amor por primera vez en sus largas vidas a las puertas de los ochenta.
Allí, cuando “cambia el orden establecido” y los hijos, e incluso los nietos, tienen voz y voto por encima del propio, cuando se debe pedir permiso a los hijos para hacer esto o aquello, cuando ya no parece posible valerse pos sí mismo, la idea de este romance extemporáneo comenzó a hacerse en mi percepción más y más lógico.
Hay tiempo de sobra a estas alturas, y la idea de no ser del todo independiente pero aún con las ganas de serlo, sumía a mis protagonistas en una angustia bastante parecida a la de la adolescencia, justamente la época destinada por la vida y por los autores de romances a encontrar el primer e inolvidable amor.
Así que verlos inventar excusas y travesuras para justificarse el amorío no era para nada forzado.
Por otra parte, con los días contados por el implacable reloj biológico y la nefasta estadística, resultaba algo incluso urgente si, como en el caso de ellos, nunca, ni en la adolescencia ni después habían dado con su alma gemela.
Si hubiera sido yo un sujeto promedio, la osadía de los “viejitos birriondos” me habría parecido un exabrupto, como no.
Pero por suerte ni soy promedio ni aquello que aprueba la mayoría me ha parecido jamás la norma a seguir, así que no había error, tenía que toparme con esta obra e involucrarme en su realización.
Me pregunté entonces (y le pregunto a usted ahora), ¿tendría yo el valor de permitirme el enamoramiento, el romance, el sexo a esas alturas? ¿Lo tendría usted que con apenas 50 ya bajó la santamaría resignada? ¿Le parecería lógico, normal, sensato, que su madre o su abuela deje de lado su rol de “viejita indulgente” y se lance por el despeñadero de la pasión en lugar de estar cocinándole a los nietos? ¿Tiene uno, pues, que comportarse como gente de su edad?
Si miro a la gente de mi edad, los que apenas cumplen cuarenta, la verdad no encuentro a muchos felices. No me quiero imaginar como estarán cuarenta años más tarde. La idea de tenerme que comportar como ellos porque es lo que se estila, lo que es correcto, me horroriza ahora y para entonces será aún peor.
No es fácil romper la estadística. No es para nada sencillo salirse del rebaño, hacerse las preguntas necesarias, respondérselas e ir en pos de la felicidad y la autorrealización. Y con el paso de los años la cosa empeora o uno se resigna, da igual. Pero si la norma de los morales y los correctos es también la de los infelices, ¿qué tal si mandamos a los hijos y hasta a los nietos a ocuparse de sus propias vidas y sus errores, que no serán pocos, y nos lanzamos a los ochenta a vivir una pasión desenfrenada?
Yo no soy muy proclive a celebrar las pasiones porque creo que ninguna pasión tiene futuro, tampoco le pienso contar el desenlace de esta obra, pero si me lo preguntaran a los ochenta, creo que esa es la edad perfecta para vivir una pasión. Y quién sabe si por el camino, y por primera vez en nuestras largas vidas, encontramos sin engaños ni edulcorantes aquello que los románticos llaman el amor verdadero, ese que nada tiene que ver con la juventud, las baladas pop y el trinar de pajaritos.

1 comment:

  1. Absolutamente Luis. Yo si me lanzaría de lleno a una pasión desenfrenada a los 60, 70 u 80 años de edad. Y no es que me haya inspirado tu artículo que muy bien que te quedó por cierto y sin duda puede inspirar a otros! Sino porque me lo he imaginado desde hace mucho cuando reflexiono acerca del tiempo en que llegue mi vejez.
    Experimentar un amor, por ejemplo al estilo de los personajes de Robert y Francesca en los Puentes de Madison, y si, ya creo suponer lo que puedes estar pensado al leer este último comentario, pero antes de que me salgas con lo de la magia e ilusión del cine de Hollywood, la verdad es que poder vivir algo así semejante en la tercera edad, de veras alegraría el corazón y le daría a la vida un pequeño giro alentador, en especial en una edad en donde lo único que se espera es la muerte, y peor aun si a esto le añadimos el drama desconsolador de las escasas visitas de los hijos, los nietos y demás familiares.
    No me mal interpretes, no soy un hombre iluso ni mucho menos me la paso comiendo cuentos ajenos o propios, pero como persona de mente abierta que creo me considero, siento que oportunidades como estas no deben jamás pasarse de largo, al punto de que más bien todos deberíamos vivir esta clase de experiencias como si fuese un hecho trivial de vida, así que verás, yo sin pensarlo dos veces si me lanzo a vivir un amorío de esta índole si se me presentase, independientemente de mi estado civil, número de hijos y por sobre todo, de lo que llegue a pensar o a condenar nuestra sociedad haciendo práctica de su “infinita sabiduría”.

    ReplyDelete