Para entender lo que somos hoy, dicen los expertos, tenemos que revisar lo que fuimos en el pasado, observar con atención nuestros comienzos más primitivos, nuestra historia, el origen de todo, pues no podemos comprendernos si no sabemos de dónde venimos.
Pensaba esto desde mi presumida postura intelectual mientras conversaba incidentalmente con la mamá del mejor amigo de mi hijo, originaria de un país de África en el que las tribus se enfrentan en guerras étnicas y la mujer es ciudadana de segunda. Ella, de notables capacidades y con un cargo de importancia, resultó la interlocutora perfecta el día de la piñata de mi hijo para tocar temas como el feminismo, la evolución de la mujer en la sociedad actual y cómo manejar la difícil coyuntura femenina de ser la jefa de un grupo de hombres entrenados dentro del más puro y primitivo machismo.
Como un capítulo de alguna serie de NatGeo, nuestro recorrido por el primitivo continente se inició cuando otra de las mamás presentes le preguntó a la africana sobre su esposo. Ella respondió que él trabajaba en Europa. La que interrogaba agregó que debía ser muy difícil eso de llevar una relación a distancia y ella, con su inglés con acento subsahariano y una enorme sonrisa de dientes blanquísimos respondió que a sus treintaytantos, estaba ya muy vieja para andar persiguiendo a un hombre y que la distancia, a diferencia de lo que muchos pensaban, podía ser el ingrediente clave para el perfecto funcionamiento de una familia.
El subversivo concepto dio pie a una larga charla sobre las relaciones y nuestros respectivos roles.
No es fácil que una mujer en África ocupe un cargo de poder. Las hay, claro está, pero sin lugar a dudas estas africanas influyentes deben ser mucho más inteligentes y sagaces que su contraparte masculina, deben acumular un currículum muy superior al de cualquier hombre que ocupe un cargo análogo y naturalmente deben ser amas de casa insignes para no tener caída por algún lado y ser despiadadamente criticadas, explicaba. Sobre esto escuchaba en mi mente la voz del narrador de la serie que diría en perfecto acento neutro de locutor occidental: Sin contar con haber tenido que escapar a la mutilación de clítoris, el SIDA y la hambruna, esas calamidades exóticas que tanto nos horrorizan en occidente.
Lo que la mujer planteaba no me sorprendió, pero el ejemplo de la África primitiva me servía a la perfección para elaborar el análisis: Puede que lo parezca, que seamos más hipócritas y que intentemos igualdades de boca para afuera, síntomas inequívocos de nuestra disfuncional evolución, pero en la realidad la estadística de la mujer occidental, tan valiente y emancipada, no es tan diferente en referencia al colega hombre. La verdad es que las mujeres ganan menos que los hombres que hacen su mismo trabajo, trabajan más en la oficina y, por supuesto, en sus casas, y desarrollan el talento del multitasking para estar pendientes también de las clases de Karate y los disfraces de fin de curso de sus hijos. Y si ocurre que logren puestos de mucho poder y devenguen sueldos muy altos, lo más probable es que no consigan nunca una pareja que les de la talla o un hombre que simplemente se sienta cómodo al lado de una mujer que gana mucho más que él. Es así en África, en Venezuela y en Estados Unidos. A lo mejor será distinto en Dinamarca, pero a nadie le importa realmente la liberación de las danesas.
La gran diferencia, sin embargo, acotaba mi amiga africana elaborando sobre el ejemplo, es que la mujer occidental no sólo debe hacer todo ese trabajo, también se empeña en librar una batalla constante con el hombre para demostrar su poder. Al final, señalaba, es inevitable que queden exhaustas de tanta discusión, tanta lucha y tanto trabajo, y lo peor, sin haber logrado nada realmente.
Medirse con un hombre de tú a tú, lidiar con él y enfrascarse en una guerra de poderes no conduce a ninguna parte, mucho menos puede ser la base de la fracasada “liberación femenina”, proseguía ella y yo en mi mente me la imaginaba debatiendo el concepto con Gloria Steinem. A estas alturas, y considerando lo poco que han logrado a lo largo del tantos años, explicaba la africana, deberían las feministas comenzar por reconocer que cada quién tiene su rol. No somos iguales. Hay cosas que sólo el hombre puede hacer, así como hay aquellas que sólo nos corresponden a nosotras. Cuando en mi trabajo las cosas se ponen demasiado difíciles, bromeaba entonces, aún cuando sé que puedo resolverlas, digo que es cosa de hombres y los dejo hacer su parte. Les doy el poder y el lugar que ellos creen tener (y tienen) y cada quién se siente valioso y eficiente.
Normalmente escucho lo que los hombres tienen que decir, y créanme que en África dicen mucho, y evalúo la propuesta. Si tengo una mejor, pues la expongo. Si no, no tengo problemas en aceptar la propuesta del hombre y alabarla como la mejor. No intento imponer la mía sólo porque soy mujer, tampoco asumo que la de ellos es mejor sólo porque son hombres. Pero en esta validación de la mujer, la clave no es la igualdad, ni siquiera el respeto, mucho menos la lucha, lo verdaderamente crucial es la inteligencia con la que podemos y debemos manejar la situación por encima de los enquistados prejuicios para no hacerlos sentir menos a ellos y hacer prevalecer nuestro punto de vista. No es fácil, pero es posible. Aunque desde luego, agregó para concluir, yo defería ser la embajadora oficial y no lo soy porque soy mujer. En eso tendría que darle la razón a las feministas, no digo que no, por supuesto que estoy discriminada, pero sé escoger mis batallas y al final, una vez tendidos los hechos sobre la mesa, el embajador y todos mis compañeros de despacho, saben quién es realmente la que tiene el poder, aunque no sea del modo oficial.
Escuché atento y convencido de la enseñanza que podía dejar este espejo extraordinario traído del corazón de África en muchas mujeres desarrolladas si pudiera hacer pública su historia, y justo entonces llegó el momento de romper la piñata. Nuestra amiga confesó que no sabía lo que era una piñata y le explicamos entusiastas que se trataba de una linda tradición de fiestas infantiles. En ese momento cruzó tras nosotros mi hijo cargando una enorme Pantera Rosa de cartón. La africana se emocionó y salió al patio junto con el resto para ver de qué iba toda la algarabía.
Guindaron a la Pantera Rosa de una cuerda, la elevaron por encima del grupo de niños y mi hijo, normalmente muy pacífico, se armó con el palo y empezó a darle con todas sus fuerzas. Los niños excitados se turnaban y golpeaban a la Pantera cada vez con más frenesí hasta que la pobre colapso de rodillas. La más pequeña y dulce de las niñas gritaba enajenada “Dale, dale por la pierna, ataca la pierna que la tiene ya fracturada”, mientras otro hermoso pequeño gritaba del otro lado, “Al cuello, atácala por el cuello que es su punto débil, ¡decapítala!!!”. Efectivamente, la Pantera Rosa quedó sin cabeza, desmembrada, un brazo por aquí, la cola más allá, y justo cuando se calmó todo me topé con la cara de la africana. Estaba francamente horrorizada. Yo lo comprendí. Ella pensaría que nosotros, de este lado del mundo, la miramos con la alturita de mentón con la que miran los “evolucionados”, y sin embargo, una “hermosa tradición” infantil era descuartizar con violencia un personaje entrañable.
Ella, especulé, se preguntaría quienes eran los salvajes, los primitivos, los machistas, y comprendería esta inclinación tan occidental a la violencia, no como herramienta para sobrevivir, sino como tradición o deporte. Yo no hubiera sido capaz de responderle. No hubiera podido explicarle por qué lo hacemos.
Miré los restos de la Pantera Rosa esparcidos en el patio y entendí que en realidad somos primitivos de tradiciones salvajes y conducta tribal, aún tras la más sofisticada máscara de desarrollo y mundanidad. Comprendí por qué aún discriminamos a la mujer, por qué nos sentimos mejor mirando a África por encima del hombro y por qué necesitamos tanto a un enemigo para volcar en él nuestro autodesprecio.
Al rato me despedí de mi amiga africana con un apretón de manos y una vergüenza de lo más occidental.