Escuché esa frase por primera vez dicha por un personaje en una obra de teatro en Broadway. Debo reconocer que me molestó un poco y salté a preguntarme de inmediato el por qué.
La respuesta en principio se me hizo obvia, el personaje que emitía la sentencia que nos dejaba a todos sin escapatoria era un sacerdote, que como todos también, guardaba un secreto. Me resultó sencillo entonces desestimar la afirmación y la incomodidad que me causaba, pues desde hace mucho suelo ignorar cualquier comentario dicho por un cura, y más si es evidente que el tipo “oculta” algo. Sin embargo, la obra prosiguió y el malestar y la perturbación lejos de mitigarse fueron en aumento.
La obra me condujo a lugares poco explorados por mí como espectador, y al cabo de una hora estaba ya sumergido en la historia, que no era la del cura o los otros personajes (una monja alcohólica en recuperación y un trabajador sexual enganchado en las drogas), sino la mía.
Y es que la frase abría una puerta que pocas veces, si alguna, nos atrevemos a abrir.
Salí del teatro conmovido y curiosamente feliz. La sensación se parecía a una suerte de alivio, como si haber reído y llorado en aquel recinto junto a cientos de anónimos me hubiera liberado.
Caminé hasta mi casa intentando explicarme lo que sentía y una cuadra antes de llegar (no hay nada mejor que emprender caminatas en solitario para dar con respuestas incómodas) lo entendí todo.
Hijo del pensamiento científico y la razón, me tracé de inmediato una hipótesis. Si es cierto lo que dice el padre Miguel en la obra y todos tenemos una adicción, entonces mi sensación de liberación después de la extraña catarsis colectiva que acababa de vivir en el teatro era producto de haber dado el primer paso hacia mi rehabilitación.
Pero ¿qué vaina es? Si yo no soy adicto a nada ni necesito terapias. Me dije, y reconocí al instante en aquellas palabras la típica respuesta de un adicto galopante.
La rehabilitación de toda adicción comienza por reconocer que somos adictos. Esto parece elemental, pero no es nada fácil. De hecho, la mayoría de ustedes al leer el título de esta crónica habrán sentido al igual que yo en la sala del teatro una incomodidad y hasta la necesidad de reaccionar de alguna manera defensiva. Es posible que a medida que leen esta nota, tal como me sucedió a mí, sientan que efectivamente hay razón en la sentencia y somos adictos a algo, cualquier cosa. El reconocerlo junto a un grupo de personas en iguales condiciones pero desconocidas para nosotros, gentes que pueden darnos su solidaridad, pero nunca un juicio puesto que no nos conocen, nos lanza entonces, de acuerdo a la mayoría de las terapias para la recuperación de un adicto, al primero de los 12 pasos de, por ejemplo, Alcohólicos Anónimos.
De acuerdo, me imaginé diciéndole al padre Miguel en escena, sí, supongamos que tengo, no una, varias adicciones, pero antes de continuar ¿cuál es la suya?
Es probable que el personaje no tenga respuesta a mi pregunta, o si la tiene no me dé, después de todo, si algo podemos hacer una vez que nos reconocemos enganchados a algo, es mantenerlo en secreto.
Pero conocer las adicciones de otro no es en lo absoluto relevante, salvo para establecer comparaciones con las nuestras y ver qué tan normales somos y quiénes están peor (hábito común pero nada provechoso).
Y es allí que cabría enumerar que esa necesidad suya de enfrascarse en una discusión por política, es una adicción. La avidez por confrontar a la gente con sus defectos, también. La inclinación diaria a la queja, la reacción de indignación pasiva ante lo que pasa en el mundo, la urgencia por ver el noticiero, el chisme de celebridades, el lamento de oficina, el sexo, el café, el trabajo, el drama, el sufrimiento, la culpa, la fe, la autoayuda, los carbohidratos, todo esto en lo que a diario podríamos incurrir, cosas habituales y normales, con frecuencia son tan adictivos como la cocaína, los antidepresivos o el alcohol. Y muchas veces, por ser más difíciles de detectar sus efectos, pueden ser hasta más perniciosas.
El caso es que el padre Miguel, aunque me moleste admitirlo, estaba en lo cierto. Todos tenemos una adicción y queda de nosotros reconocerlo, identificarla y cambiarla por algún otro hábito que nos deje algo más que lo que tenemos ahora.
Somos esclavos de esos pequeños hábitos que nos distraen de nuestro propósito, de eso no cabe la menor duda. Y podríamos evadirnos un buen rato catalogándolos y diciéndonos que estar adictos a la información es mejor que emborracharse, que fornicar es más saludable que la cocaína o que es mucho mejor ver Al Rojo Vivo que tomarse un ansiolítico. Si quiere invertir su tiempo justificando su adicción como “menos grave” que la del resto, pues eso es problema suyo.
Yo por mi parte prefiero invertir mi tiempo en algo más asertivo y no huír de las señales. Compré los derechos de la obra de Broadway, de título “HIGH”, la dirigiré y además de todo, como terapia necesaria, interpretaré el personaje del padre Miguel (mi primer cura, que no se diga que uno no se sale de su zona de comodidad). Prometo además hacer mis deberes, identificar todo aquello a lo que me dedico para no tener que verme y lidiar conmigo mismo. Haré lo posible por luchar contra esa inclinación tan nuestra a autodestruirnos, y sobre todo, prometo terminar ya con este escrito antes que se parezca demasiado a un tratado de autoayuda, cosa que no pienso incluir entre mis múltiples adicciones.