La moda de
enviar a nuestros hijos a evaluaciones con psicólogas, debo confesarlo, me
irrita sobremanera. No tengo nada en contra de estas muchachas tan dedicadas
que han estudiado la carrera y ejercen su oficio enarbolando la bandera del
“bienestar” de nuestros hijos, pero confieso que todo este proceso, sobre todo
cuando culmina en una receta de Ritalín para drogar a los pequeños, me parece
terrible y a veces hasta criminal.
Comprendo
que cualquier psicólogo diagnostique que tengo “problemas” y que mi hostilidad
refleja una serie de traumas, y es bastante probable que tengan razón, pues
nunca he desestimado yo mis disfunciones particulares ya que las considero un
excelente motor de mis acciones más creativas y exitosas. Pero diferencias
aparte, vale la pena saltarnos la tendencia y analizar realmente los procesos a
los que sometemos a nuestros hijos con el fin de “ayudarlos”.
Si bien
entiendo que deben usarse evaluaciones estándar para elaborar estadísticas y
promedios que permitan catalogar el progreso académico de los estudiantes, no
hay nada que desee yo menos para mi hijo que volverlo un alumno promedio. A mi
esposa y a mí, si algo nos caracteriza, es que utilizamos la estadística para
romperla cada vez que podemos y nos enorgullece particularmente no ser
individuos estándar. A Mimi, por ejemplo, que repitió tres veces cuarto grado,
la hubieran diagnosticado a los 9 con Déficit de Atención con Hiperactividad y
la hubieran medicado sin duda. Eso la hubiera convertido en una funcionaria
promedio, pero por fortuna no estaba de moda el Ritalín entonces y pudo
convertirse en la mujer que marca pautas y rompe paradigmas y muestra un camino
al resto de la mujeres del país. Yo en cambio, me gradué con honores de
arquitecto y nunca me sirvió eso para otra cosa que sentir a los 40 que
desperdicié valiosísimos años de mi vida intentando alcanzar una estúpida e
inocua excelencia académica.
Vivimos en
un mundo que etiqueta y clasifica conductas y discrimina todo aquello que no se
ajusta a la norma o a lo conocido, pero una vez que se acostumbra uno a ser el
blanco de la crítica o el protagonista del qué dirán, podemos ver con claridad
que la felicidad, la realización, el éxito a gran escala y el ejercicio asertivo
del liderazgo no es característica del hombre promedio. Ser feliz no es normal,
como tampoco lo es sentirse realizado o ejercer plenamente nuestra vocación.
Esto no es lo que hace la mayoría. De manera que la invito a no sentirse
angustiada cada vez que la llamen del colegio de su hijo y le digan que el
pequeño no está dentro del promedio de la clase. Mientras el comité de
profesionales encargadas de la “estandarización” de su muchacho le recomiende
tratamientos y terapias o una píldora que drogue al niño para no tener ellas
que hacer su trabajo, le recomiendo que piense que lo que le dicen con cara de
preocupación es un gran cumplido. Si su hijo no está dentro del promedio,
créame que estadísticamente (para hablar el mismo idioma que ellas) el niño
tiene muchas, pero muchas más probabilidades de ser feliz que el resto de sus
compañeritos. Tal vez no resulte sencillo salvar las diferencias, pero será esa
dificultad justamente la que lo impulse a él, y a los seguidores que sin duda
tendrá en el futuro (y que probablemente incluyan a muchos de sus compañeros de
clase), por el sendero menos transitado, el de la verdadera autorealización.
Y a las estimadas psicólogas infantiles y psicopedagogas, que de tan de moda que están no se dan abasto, mi recomendación
especial: pónganse serias y comiencen por analizarse ustedes.