Friday, November 18, 2011

En una noche tan fea como ésta...

Al parecer a los venezolanos nos han “robado” la corona del Miss Universo este año. Escucho comentar el hecho con indignación patria a la mañana siguiente de realizado el magno evento de la belleza universal que en nuestro país ha tomado los niveles del escandalo Madoff.
Este Martes Negro para la autoestima nacional, tan dada a valorar sólo lo que parecemos ser y no lo que realmente somos, espero entrar a una postergada consulta con mi odontóloga y encuentro el desencanto por todos lados, como si el mundo en siniestro complot nos hubiera dado una dolorosa e imposible cachetada.
¿Cómo, si “recibimos” la mayor puntuación en traje de baño?, pregunta la recepcionista para luego darme paso al consultorio. Y como estoy allí tendido un par de horas, con la boca abierta e inmóvil, no me queda otra alternativa que efectivamente pensar, entre taladro y pichazo, sobre lo que somos y lo que parecemos ser.
Lo primero que me viene a la mente es la sensación de fracaso de la niña juzgada, robada, asaltada por aquella horda universal de supermujeres despiadadas e imperfectas. En un titular de primera página la muchacha declara entre lágrimas: “Me siento tranquila porque di lo mejor de mí”, y yo no puedo evitar preguntarme qué significará para una Miss eso de “dar lo mejor”.
Mi dentista me comenta que tengo una resina fracturada y que es urgente un blanqueamiento. Yo intento decirle por encima de los veinte instrumentos que habitan en ese momento mi generosa boquita que le dé plomo y ella me responde que es imperativo, si quiero mantener la sonrisa prístina “que le debo a mi público”, que deje el café.
12 horas antes había manifestado por twitter mi absoluto desconcierto ante un país que se pone en pausa de extremo a extremo del territorio nacional y del abanico social para drogarse en masa con un certamen de belleza que les hace tan linda esa noche. Lo hice porque más allá de la inhumana perfección de nuestra delegada, la noche me parecía de lo más ordinaria, con el mismo número de asaltos y muertos, el mismo calor y la misma realidad, nada linda la verdad. La hermosísima y superproducida chica veinteañera que en ese instante se volvía para la mayoría de mis compatriotas una pastilla de éxtasis de efecto multitudinario, no me produjo fascinación alguna.
De inmediato comencé a recibir, efectos secundarios de la “trona por Miss”, los más enardecidos insultos que aún resuenan en el pito de mi blackberry mientras me colocan la pasta para que mi incisivo superior derecho quede perfecto y nacarado como una perla.
Recibo los comentarios sin inmutarme porque no soy tan hipócrita, la verdad. Heme aquí, intentando un aparatoso disfraz de dentadura perfecta para sonreírle al mundo desde la apariencia, de modo que soy incapaz de juzgar a nadie por “dar lo mejor de sí” y parecer ser algo que nunca llegará a ser.
Es una práctica nacional, me digo, es lo que somos, el país más vanidoso del planeta.
Salgo del consultorio con mi nueva y casi perfecta sonrisa falsa y una hipótesis algo inquietante: Si el diablo existe por el pecado de la vanidad y vivimos en el país más vanidoso del mundo, entonces habitamos por definición en un territorio muy cercano al infierno.
Pido un guayoyo grande y llego entonces a dos conclusiones. La primera, eso de convertir a una niña en símbolo patrio instantáneo sólo porque nos sentimos feos y olvidarla con la misma inmediatez y sin piedad es un ejercicio perverso y caníbal. La segunda, ni de vaina pienso dejar el café.