Tuesday, June 7, 2011

La quinta carpeta


En numerosas ocasiones analizamos las fórmulas y recomendaciones de los que viven en parejas longevas para dar con la clave de la supervivencia del amor. 
Una de las normas recurrentes para que esto suceda, si no la más importante, dicen los expertos, que es el respeto por la intimidad individual. De allí que esas relaciones de celos patológicos, de revisiones de mensajes y correos por parte del otro, de excusas y justificaciones, sean consideradas con frecuencia extensiones del noviazgo adolescente, basadas en la inseguridad y la inmadurez, y estén condenadas tarde o temprano al fracaso, según. 
Como verdaderamente le tengo fobia a los celos y a sus perniciosos efectos sobre la felicidad plena o sobre la simple paz cotidiana, me he esforzado siempre en mantener el más profundo respeto hacia el pasado de mi pareja, hacia sus recuerdos y sus vivencias previas a mí, que en última instancia no son más que el cúmulo de experiencias que la convirtieron en la mujer de la cual me enamoré. Por lo que no es sólo un respeto pasivo, sino más bien agradecido.
Traigo esto a colación porque en estos días una amiga me comentó que había tenido un problema con su pareja pues éste le había reclamado que ella guardara celosamente recuerdos de los que estuvieron antes que él. Yo pensé en primera instancia que eso es lo normal. Es lógico que un hombre pretenda ser el dueño en exclusiva de todo lo concerniente a su damisela. Pero esto no deja de ser eso, una pretensión, nunca una verdad. Mi amiga se puso muy nerviosa ante el reclamo, cosa que evidenciaba que efectivamente había en su acción algo punible y en su reacción mucho de culpa, y no atino sino a decir la siguiente zoquetada: "Mi vida, no tienes por qué estar celoso, guardo estas cartas... por su valor literario" (y fue en esa parte que no pude evitar reírme a carcajadas). 
Pudira ser remotamente cierto que las cartas tuvieran algún valor literario (jajajajajajaj, perdón), después de todo mi amiga ha sido prolífica en antiguos amores y ha tenido entre ellos a escritores de buena prosa, pero la verdad es que la naturaleza femenina, la de mi amiga y la de toditas las demás, las impulsa a darle un valor emocional a las cosas, a las palabras escritas, a una tarjeta o a un pétalo seco, muy por encima del que le puede adosar un hombre y sin duda muy, pero muy por encima de su valor real. 
Una mujer desea tener constancia del afecto, del amor, la pasión que se ha sentido por ella, evidencia preferiblemente escrita de su estatus de "ser amado", y poder sentarse eventualmente frente al cofrecito de su pasado, como Doris Wells en la película "Oriana", y revisar sus amores, sus momentos, sus fracasos y aciertos. Eso es femenino y natural, y todo hombre así lo debe entender porque ellas lo harán ya sea con su permiso o, como en el caso de mi amiga, sin él. Aunque debe tener siempre presente la nostálgica dama que, como en la película, tarde o temprano se convierte el bendito cofrecito en el elemento crucial que catapulta el conflicto, revela el perturbador secreto o da por fin la temida respuesta.
Le comenté yo entonces a mi amiga el modus operandi de mi mujer (que vamos a estar claros, no es mía sino de ella misma) a la hora de abrir el "cofre de sus recuerdos". Mimi decidió hace poco ordenar su pasado a fondo. En su caso se trata de un impulso que llega cada cierto tiempo y que incluye limpiezas, evaluaciones y cálculos a futuro. El ejercicio en concreto consiste en sacar las cientos, miles, un millón de fotos de su vida y esparcirlas por la sala de la casa para ordenarlas en carpetas. Yo conocía las fotos, todas, ya que ella es muy dada a compartir, de modo que no me sorprendió ninguna de ellas en particular. Lo que sí me impactó fue la manera de organizarlas. Días después habían varias carpetas en la mesa del comedor. Curiosa y respetuosamente las ojeé. La primera de ellas contenía las fotos de su primer matrimonio, el eclesiástico, con un niño bien de Caracas, cuando ella tenía apenas dieciseis, y que terminó en casi tragedia pues tras la guapura del novio se ocultaba un oscuro secreto. La segunda carpeta contenía apenas un par de fotos de su segundo esposo, un científico al que ella le juró conservarlo en el anonimato, aunque recientemente salió en la portada de una revista con muchos más de cincuenta y una tabla de surf bajo el brazo (hubiera sido preferible mantenerse oculto, pensé). La tercera mostraba su boda en Roma con el padre de su hija, los documentos del divorcio y hasta una declaración jurada, digna de publicar, en la que una abogada (mujer, claro), de nombre Rosa Alzaibar B., alegaba que el millonario señor pasaba por una crisis económica y no podía seguir pasándole a su hija la pensión de seis mil bolívares (de los de antes), sino de sólo tres mil, y que, más aún, dada la vida licenciosa de la señora Lazo, comprobable en las revistas de farándula, era posible que no le pagara nada en lo absoluto. Esto además iba con la sentencia de la jueza (también mujer) que acordaba con la abogada que era mejor que el pobre señor no sufriera más y que la licenciosa señora Lazo se hiciera cargo de la niña por completo (vaya que los capítulos de la vida de mi esposa son, por decir lo menos, interesantes). Por último, la cuarta carpeta, la más gruesa, contenía un sinfín de fotos de “el galán de América”, ciertamente uno de los hombres más guapos que ha parido esta tierra, y que junto a Mimi hacían sin duda la pareja más fotogénica de la historia nacional (sobre todo después de la estupenda primera "temporoplastía total" que les hiciera en pareja un renombrado cirujano plástico). También estaba el acta de este divorcio y algunas otras cosas. Hasta allí, todo bien. No obstante, una quinta carpeta yacía en la mesa como al descuido. Me acerqué cauteloso a abrirla y comprobé aliviado que estaba vacía. Tomé aquello como una indirecta. Desde entonces busco concentradamente maneras de avivar la llama de la pasión en mi matrimonio, porque, sí, desde luego, yo tengo mi talento y mi vaina, pero después de ver allí, “carpeteados”, al niño bien, al científico, al millonario y al galán, quién me dice que no va a venir uno ahí, tipo Jesús Luz o Ashton Kutcher, joven y prometedor, que me encontrará, con mis mejores caras y mis mayores logros, archivado en la quinta carpeta.

Thursday, June 2, 2011

Esposo Transnacional

Una historia de la vida real



Justo cuando ya estaban por convencerme, cuando estaba a punto de creer que es cierto, que no sucede en todas partes, que no es algo cromosómico, que las cosas están cambiando y que las nuevas generaciones de mujeres no se calan esas cosas, me vino a la mente el recuerdo de un episodio real, vivido por mí y que contradice toda evolución de la mujer contemporánea en ese sentido.
Corría el año 98 y vivía por ese tiempo en Los Angeles. Mi vecina, Mrs. Brown, era una mujer muy joven y bella, siempre muy puesta, casada con Mr. Brown, un prominente representante de una transnacional, digna exponente del desarrollo americano y madre de dos. Una mañana, Mrs. Brown llamó a mi puerta, la cara lavada, el cabello desarreglado, los ojos un tanto brotados de sus órbitas por la desesperación. Me dijo en su inglés de Boston, Sé que es suramericano y necesito su ayuda, mi esposo está en Brasil, se suponía que volvía hoy y no sé nada de él; intento llamarlo pero no me logro entender con la persona que contesta el teléfono en Brasil. Yo intenté inútilmente explicarle que en Brasil no hablan español sino portugués, pero eso no calmaba su ansiedad, de modo que le ofrecí mi precario apoyo para traducir lo que me dijeran de él. Ella me condujo a su casa, marcó rápidamente un número que tenía subrayado en una factura de teléfono y me entregó el auricular. Ese detalle me pareció sospechoso, ¿por qué el número del lugar donde se hallaba su esposo no estaba, digamos, en su agenda o en una nota pegada en la nevera, sino en una factura telefónica vieja que ella había escrutado y subrayado con tinta fluorescente? Sin embargo, no le di mayor importancia. Del otro lado de la línea escuché entonces la voz de una brasilera. Le pregunté en portuñol si conocía Mr. Brown, que me habían dicho que ese número era el de su residencia durante su estadía en Brasil y que lo estaban buscando con premura. La mujer me dijo que por supuesto conocía a Mr. Brown y, con un tono desesperado que combinaba a la perfección con el rostro expectante de Mrs. Brown me preguntó, ¿Quem é quem fala por favor?, ¿quem solicita a meu maridho?
Yo me quedé de piedra un instante. Allí, entre dos hemisferios opuestos del continente, dos mujeres esperaban que yo les diera una respuesta que calmara la angustia causada por un imbécil transnacional. Yo, que no tenía más que ver con el asunto que la circunstancia fortuita de ser, al igual que el imbécil, hombre.
Podía entonces sacarlas del clóset, decirles que eran un par de güevonas atómicas y que no permitieran que un hombre que seguramente no se las merecía las hiciera sufrir así. Pero no, claro, mi instinto me decía que lo que menos espera escuchar una mujer desesperada es la verdad. De modo que hice lo único que un hombre puede hacer en esa coyuntura: Mentirle a las dos. Nuevamente en portuñol, le dije a la brasilera que me disculpara, que en realidad se trataba de un malentendido y que probablemente me había dado un número equivocado, y, tras escuchar un suspiro de alivio, finalmente colgué. Luego le dije a Mrs. Brown que había logrado entender que su esposo había salido ya para Los Angeles y que la mujer que respondía el teléfono en la residencia que la empresa le tenía asignada a Mr. Brown en Brasil era la señora encargada de la limpieza.
Al igual que el tono de la brasilera, los ojos de Mrs. Brown volvieron a sus órbitas y la vi respirar aliviada. No podía comprender como esas dos mujeres habían creído tan fácilmente una mentira tan halada por los pelos y tan burdamente contada. Pero era cierto, allí quedaron dos mujeres, en polos opuestos del mapa, satisfechas con lo que ellas mismas se forzaron a creer.
A los pocos días, me encontré a los Brown en el estacionamiento, tomados de la mano, rodeados de sus hijos, como una familia feliz. Yo, que soy como soy, pensé en la brasilera.
Me van a perdonar el escepticismo, pero si pretenden convencerme de que las cosas están cambiando y de que ustedes ya no se dejan joder por un imbécil cualquiera, me lo van a tener que demostrar.